sábado, 28 de noviembre de 2015

LISBON REVISITED 2015 (com licença do Sr. Fernando Pessoa )





El tiempo se esponja. Y luego sobreviene la tormenta. Recuerdos e impresiones se convierten en nubes, en nubarrones, en sedas y percales. El reloj que ha cambiado su hora entre ayer y hoy –y eso ya es bastante para descompaginar cronologías-, se hunde en la marea de las sensaciones y, de improviso,  agita sus agujas alocadamente. En el mapa todo parecía hasta tal punto  claro y vívido  que veinticinco años prometían caber en un instante. Y sin embargo, fue comenzar a andar y sentir que los nombres y las puntualizaciones geográficas emergían de la  evocación como islas en medio de un mar de  incertidumbre o como esos hilos sueltos que  el tejido del sueño deja sobre la almohada, al despertar. A cada paso, Lisboa se   convertía en laberinto;     resultaba, sin duda, inquietante entrar y salir por sus misteriosos pasajes sin encontrar alguna señal de partida o llegada. Y  era esa otra cartografía, silenciosa e inextricable, que la memoria cree guardar y resguardar, la que se  disipaba. Pues  el alma es ayer y hoy. 
 La antigua  urbe, convertida en enigma,  confrontaba opacidad imaginaria  y raciocinio. El desasosiego que me invadió a poco de llegar aumentó al día siguiente ya que, para colmo de males, se desató una verdadera  tempestad. La  contingencia climática enturbiaba aún más  mis expectativas.  Llovía a cántaros y el viento tironeaba de nuestros brazos y de nuestras piernas con dirección al Tajo. Un sinfín de gaviotas oscuras y   trémulas se agitaba  sobre   orillas desleídas  por la bruma. El Cais de Sodré, borroso tras el chubasco, escondía sus amarraderos y parecía que de buenas a primeras íbamos a salir volando. Pero, hacia el mediodía amainó  el aguacero y el ventarrón, y un sol tímido comenzó a guiar nuestros pasos. Chorreante aún pero luminosa apareció la praça do Comércio, y de allí en más:   la rua Augusta, el elevador de Santa Justa, Chiado y Rossio, y  a continuación la elegante rua de Garrett. El trayecto se  iba tornado familiar, cercano. Y sin embargo faltaba esa quietud de  aquellos momentos lejanos  en los que la  había recorrido por primera vez.. Lisboa era entonces una ciudad tan ensimismada como sus moradores. Gente de pocas palabras y de tono cortante. De los que hablan para adentro y pronuncian como con un filo entre los dientes. Mi primer encuentro con la lengua portuguesa tuvo lugar en esas calles y entre esa gente. Años después frecuenté el portugués de Brasil, tan diferente en su tono, en algunas de sus voces y en el transfondo cultural de un país que siendo hijo de Portugal, poco se le parece. Aprendí portugués para poder leer a Pessoa en su idioma. De  ese modo –casi diría sesgado  que impone la poesía- fui hilvanando mis primeras frases y decodificando los  diversos sentidos, que dentro y fuera de la trama de signos, toda lengua convoca.
A pesar de que ya reconocía los sitios por donde transitábamos, todos ellos   se veían iluminados por una luz distinta. Aquella ciudad del pasado tenía un tinte brumoso y un recogimiento, matizado de tanto en tanto, por  esa pátina legendaria que le otorgaba la reminiscencia. Saudade, al fin de cuentas,  de la  prístina Olissipo. El 25 de abril estaba cerca, aún, y la sombría  imagen de Salazar atizaba controversias y debates. Por entonces yo asistía, como becaria del ICALP a cursos de lengua y cultura en la universidad de Lisboa. Y a la par  me abocaba a  la búsqueda de materiales que me permitieran abordar la interesante pero ardua obra de Fernando Pessoa. A decir verdad, en cada rincón me parecía escuchar el eco de las distintas voces con que el poeta simuló ser él mismo. En  diversos momentos de mi vida gocé y sufrí  de apasionamiento por la obra de algún poeta. Pero en el caso de Pessoa había algo diferente: no me apasionaba tanto su poesía como su juego de construcción creadora. Esa especie de teatralidad presente en los desdoblamientos, las máscaras, el fingimiento, la re-presentación. E intuyo que Lisboa habrá sido , un escenario propicio para un planteo que excede en gran medida el hacer poético, y que tiene sus raíces en la historia y en el torbellino de ideas que generó el fin del siglo XIX y el comienzo del XX. Ese escenario de callejas intrincadas, de paços, becos, travessas, escalinatas, pendientes, miradores, alturas y hundimientos es, sin duda, un espacio para perderse y encontrarse. La complejidad urbanística implica un orden diverso del de aquellas ciudades lineales y planas donde cada paso que se da parece lo esperable. Allí cada  avance representa un encuentro con la encrucijada y, por ello logra descolocarnos de la rutina y también de la tantas veces precaria visión objetiva.  Al perder el sentido de una exterioridad previsible, el ser humano tiende, según creo, a buscar y bucear en su intimidad, tratando de hallar en aquello más propio y entrañable  una conexión con otras intimidades, las ajenas, las de otros, que  a su vez lo reflejan y  le permiten reflejarse  en la alteridad.
Mientras caminábamos, un poco a la deriva, que es casi la mejor manera de ver hacia fuera y hacia adentro, volvían a mi memoria las veladas en el Club de Jazz de la praça de Alecrim, los coloquios deshilachados,  frutos de la pluralidad lingüística  del grupo de condiscípulos con que me reunía en la Casa do vinho do Porto, las noches de fado en algún extravagante local de la Alfama, mis tardes de estudio y lectura en el parque Eduardo VII, las escapadas a Belem  y el infaltable pastel de nata con un tazón de chocolate caliente, las crujientes castañas, recién asadas en el fogón de una esquina, la casa del barrio de Anjos donde alquilaba un cuarto a un matrimonio de ancianos encantadores, el teatro São Luiz, los conciertos en la Fundación Gulbenkian, el transbordador cruzando el Tajo…

Sé (iglesia catedral)
 
Monumento a Luiz Vaz de Camões
Eléctrico 28.
Vivir durante un tiempo en una ciudad no es lo mismo que visitarla de paso. En la cotidianeidad se encuentran los matices, las peculiaridades, la variedad costumbrista, los contrastes, las marcas de identidad de un pueblo. La visita rápida  tiene algo de curioseo. Todo se ve  a vuelo de pájaro y, si se agrega que uno ya conoce el lugar y vuelve después de muchos años,  sobreviene una especie de estupor, lógicamente provocado por el salto  temporal. En mi caso Lisboa ha tenido una doble cara: cuando estuve por primera vez allí estaba pasando un mal momento personal  y su recogimiento y “provincianía”  significó para mí, un cobijo. Aunque parezca raro, en medio de la tristeza encontré la alegría. El buen trato que me prodigaron mis hospederos, la  solidaridad y  afecto de la “pandilla lisboeta”, que se formó entre los asistentes a los cursos, el carácter austero de los portugueses, esa sensibilidad que logré advertir en la expresión de  algunos escritores, su predilección por la  sugerencia  y la  insinuación  antes que  por el término  potente o crudo, despertaron en mí un gozo perdurable. A tal punto que su atmósfera fue entrando durante todos estos años en mi melancolía hasta transformarla en esta  sencilla serenidad que  hoy me acompaña. La visita fugaz me reveló cambios y me dejó intuir ciertos resquemores por parte de los lugareños. Se ha transformado en un polo turístico fenomenal – basta con ver los tan “engraçados” eléctricos abarrotados de gente y murmullos  que los transforman en babeles ambulantes. A Belem se viaja en el 15, que hoy en día es un moderno   vehículo de doble cuerpo,  con fuelle. Pero aún sigue circulando el tradicional 28, que da toda la vuelta por Lisboa, desde Martín Moniz, pasando por Alfama y la Sé, Estrela y fin del recorrido en el cementerio de Prazeres. En él llegamos a la Fundación Casa de F. Pessoa, que data de 1993. Un bien acondicionado lugar  de información e intercambio sobre su vida y obra y de resguardo de algunas de sus pertenencias.
 Las plazas están iluminadas hasta tarde, las calles pobladas de paseantes, y en muchas esquinas músicos o grupos musicales que difunden los sonidos cavoverdianos, o jazz u otras variantes rítmicas. Nos alojamos en un hotel en el bairro alto, frente a la praça do Príncipe Real, en cuyo centro hay un bistró, con mesas diseminadas entre los árboles y un quiosco en cada extremo donde desde la mañana a la noche se bebe buen café (y barato para nuestro cambio), cerveza o cualquier otra libación. Hay un movimiento general en la ciudad que no puede dejar de resultar llamativo para quienes conocimos el sitio en otras épocas. Pero además del ajetreo de peatones y  de la variada oferta gastronómica y de entretenimiento, se advierte ese otro movimiento, casi diría subterráneo, que 
El 8 de marzo de 1914, el poeta
escribió sobre esta cómoda
O guardador de rebaños.
Y nació el Maestro Caeiro.
resulta del reciclado de lo antiguo y de los nuevos aires y tendencias de consumo y ornamentación. A ello se suma el auge constructivo. En aquella época había solo dos barcitos bastante  despojados, en la vera del Tajo. Han desaparecido y en su lugar las vallas y aparataje anuncian un plan de obras para una estructura portuaria más ambiciosa que cuente  con los  infaltables centros comerciales, de ocio y de consumo alimentario. Algo me dice que a muchos portugueses esta onda expansiva no les cae del todo bien. Pero, a la larga y como todos los habitantes del nuevo orden o desorden –nunca se sabe- planetario deberán adaptarse al  engranaje del   devenir.

Museo Arqueológico.
El ascenso en el elevador de Santa Justa nos permitió apreciar una vista panorámica de la ciudad. Hacia un lado, las ruinas del Convento do Carmo, una de las tantas pérdidas ocasionadas por el terremoto de 1755. Actualmente, funciona, en  el sector que se ha podido restaurar, el Museo Arqueológico. A la distancia, tejados rojos, y sobre otra elevación del terreno las torres del Castelo de São Jorge, la Sé (iglesia catedral) y, de frente, el Terreiro do paço y la desembocadura  del río más largo  que cruza la península Ibérica y nace en las sierra de Albarracín (Teruel-España).
Ruinas del Convento do Carmo.
La avenida de la Liberdade continúa  siendo una arteria  que maneja el pulso ciudadano y en un extremo, el marqués de Pombal, vigilante desde los tiempos de la Ilustración, mantiene su aire grave y su mirada     imperiosa. Don Luiz Vaz de Camões, encarna en su gigante figura de seis metros el esplendor que su lira otorgó al canto de gesta. La torre de Belem, enfrentada al oleaje y representando las hazañas náuticas de otrora no condice con la cursilería del cartel de lentejuelas rojas y plateadas que, a su lado,  proclama I love y sirve de marco para esas fotos donde rostros  con facciones multinacionales  fijarán su singular instante en tierra lusitana. El monasterio de los Jerónimos, esa maravilla arquitectónica del arte manuelino guarda aún los signos de  magnificencia de un pretérito que  el vértigo de lo actual encripta  y resigna  a la oscuridad de  un mausoleo.

Castelo de São Jorge.





Monasterio de los Jerõnimos.
El día anterior a la partida, quise volver a la Estufa fría,   un invernadero con múltiples senderos ascendentes y descendentes entre plantas exóticas.  Remedo del trópico que, con certeza, habrá deslumbrado a los aventureros navegantes. Había una exposición de orquídeas que era todo un símbolo. La rara belleza de  selvas y pantanos, diversificada en colores y formas despertaba codicia. Sin duda, un lujo. Por su precio y por esa aureola de   magnetismo con que la moda las ha convertido en joyas naturales.
Torre de Belem.
Inevitable el recorrido por las librerías. Hay vidrieras que tientan con antiguallas,  locales pequeños en calles alejadas del bullicio,  reductos con nombre propio dentro de la industria editorial lusitana, escondrijos fragantes de   olor a tinta. Pero la FNAC es una cadena que ( por lo que vi) pisa fuerte en toda la península Ibérica.


Nunca viajo sin traer un libro.  Una manía con la que no perjudico a nadie y que tal vez me beneficia:  el vapuleo neuronal, según dicen, es saludable. Y abrir los ojos y oídos al  ideario de  pensadores y creadores, también. Compré dos libros de Pessoa que no tenía y cuyos títulos me parecieron  bastante significativos: A estrada do esquecimento e outros contos y Como organizar Portugal. 
 
Mãquina de escribir de Pessoa.
El poeta que me había conducido a Lisboa por primera vez permanece pensativo, en su silla de bronce  a la  entrada del café A Brasileira. Muchos se sientan junto a él con el fin de sacarse la consabida foto. Probablemente no lo hayan leído, pero resulta tan simpático, sobre todo para quienes no conocen pormenores de su conmovedora y  tortuosa existencia. La poesía resiste todos los embates. Aun los del tiempo y la frivolidad.



 


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