sábado, 23 de mayo de 2015

LA VISIÓN Y LA MISIÓN DE LOS INTELECTUALES

El diccionario de la RAE da tres acepciones para el término intelectual: 1) Perteneciente o relativo al entendimiento. 2) Espiritual o sin cuerpo. 3) Dedicado preferentemente al cultivo de las ciencias o las letras. El título de esta nota refiere a la acepción sustantivada, o sea a la persona que hace trabajar su intelecto y tiene por objetivo movilizar el entendimiento del prójimo. Pero también, por insoslayable correspondencia,  a los otros dos significados.
Al intelectual le compete leer e interpretar signos. Signos que componen la trama textual de libros, pero también de cualquier manifestación de la cultura y la sociedad que los produce. La suya es una tarea que implica un esfuerzo de reflexión y también un ejercicio de responsabilidad. El intelectual puede o no tener una posición de prestigio dentro del engranaje que moviliza a la comunidad. Esto depende de muchos  factores. Factores que   se  relacionan con su propio accionar o  que derivan de  circunstancias ajenas a él.  
Siempre he   considerado que la inteligencia es un don valioso y que los actos que provienen de ella deberían responder a la mayor libertad posible, interior y exterior y también al  empeño constante e intenso   con que se la usa. Las capacidades intelectuales, lamentablemente, no son un bien masivo. Por un lado, no todos nacemos con una mente brillante. Por otro,  todas las mentes necesitan de estímulos. Los que hemos pasado por la docencia sabemos que la posibilidad de acceso a una real educación (no a  un simulacro de ella) es el medio más efectivo para el desarrollo intelectual de cualquier persona. También lo es una buena alimentación y un entorno que favorezca las capacidades de cada individuo. Por lo tanto,  la persona que goza de la    facultad de leer comprensivamente, de un ámbito apropiado para el ejercicio reflexivo y del respaldo monetario para acceder a los medios de conocimiento, puede considerase un ser privilegiado. Su posicionamiento social es bien diferente del posicionamiento de quienes carecen de tales favores del destino. Algunos intelectuales ostentan ese privilegio y sacan partido de él sin reparar en que  ese bien está expuesto a los mismos avatares que cualquier otro bien terrenal, y sin la responsable gratitud que debieran demostrar por  poder usufructuar de un don  con el que no cuentan muchos de sus conciudadanos.

En todas las épocas y países ha habido intelectuales, que se han puesto al servicio de un régimen, partido o movimiento político. Tener ideología e incluso mostrar una preferencia política es inevitable para un intelectual. Precisamente porque su trabajo le exige lecturas constantes e incisivas no solo de libros sino también de postulados científicos y  del conjunto del hacer social. Pero ello no implica estar al servicio de.  Su capacidad intelectual y la influencia que con ella alcanzan no pueden estar sujetas a más designios que la honestidad de sus principios. Y la expresión honestidad no solo apunta a una  abstracción ética, sino al hecho concreto  de que ésta provenga de una suerte de debate interno y no a una imposición dogmática. Al respecto me parece interesante lo que dice Santiago Kovadloff en su ensayo Un tiempo de dilemas: “Quisiera, finalmente, referirme al que considero uno de los deberes primordiales del intelectual  en un marco sociopolítico como el latinoamericano. Creo que una de la enfermedades espirituales que sigue padeciendo la vida política continental es el autoritarismo, la arraigada intolerancia al debate, la repugnancia y el horror ante el valor relativo que pudieran revestir nuestras convicciones y, en consecuencia, la necesidad de concebir toda instancia alternativa a la nuestra como una hostilidad, un peligro, una amenaza mortal.”
Sabido es que la influencia de un intelectual en las mentes indoctas no es directa. Nadie accede a un determinado tipo de lecturas por obra y gracia del azar. Y muy pocos tienen la posibilidad de cotejar diferentes fuentes. “La auténticas preguntas, tan inusuales como decisivas, son aquellas que se desvelan por dar vida a lo que todavía no la tiene; aquellas que aspiran a aferrar lo que por el momento es inasible; aquellas que se inquietan por construir el conocimiento en lugar de adquirirlo hecho.”, apunta Kovadloff en otro de los ensayos del mismo libro,[1] titulado Qué significa preguntar.
De allí emana la exigencia de responsabilidad que cabe a todo trabajador del intelecto. Abrir el pensamiento a diferentes perspectivas, favorecer el diálogo cultural y permitir que cada ser humano, de acuerdo a sus propias perspectivas, elija libremente cómo ponerse de pie frente al mundo, es la tarea más enaltecedora que puede realizar un intelectual. Y es la devolución que  debiera hacer a una sociedad, que con todas sus desigualdades e irregularidades, le permitió a él,  mimado erudito, alcanzar un estatus de conocimiento que supera al de la media de la población y está, supuestamente, muy por encima de quienes mínimamente deben luchar cada día por la subsistencia.


[1] Kovadloff, Santiago, La nueva ignorancia, Buenos Aires, Emecé Editores, 2001.

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