domingo, 29 de marzo de 2015

MIS CUENTOS: La carcajada

   Resonó en medio de la noche como un latigazo. Al principio compacta y, luego, incisiva en la repetición de su eco. Su vibración atravesaba las sombras, golpeando con violencia vidrios y cerraduras. Fue de  súbito, sin que nadie pudiera identificar su origen.
   La del quinto C se frotó los párpados y saltó de la cama como impulsada por un resorte. Temerosa de todo, con sigilo fue hasta la ventana. Entreabrió la mirilla y sus ojos se perdieron en la oscuridad.  El matrimonio de  ancianos del  primero D, arrancados tan de golpe de la somnolencia que los mantenía al margen de las incertidumbres de la vida moderna, del sobresalto casi van a parar al suelo.  Desde el contrafrente del tercero alguien  replicó con un fuerte improperio.  La parejita del segundo B, recién casados y con la pasión todavía a flor de piel, se abrazó con fuerza, buscando en el contacto estrecho de los cuerpos  alguna protección contra el estrépito perturbador. La del cuarto B, audaz y curiosa, abrió la puerta y se asomó al pasillo, pero sólo pudo divisar el deslizamiento sinuoso de un gato que escapaba escaleras abajo. Del séptimo emergieron gritos de niños y en el octavo no se produjo ninguna reacción. Tal vez, la familia, dueña de los dos únicos departamentos del piso, estaba de viaje. El portero, que habitaba en la planta baja, era medio sordo, razón por la cual, seguramente, ni se enteró.
   Así ocurrió el primer día. Al segundo, la carcajada se repitió con más intensidad. Los habitantes del edificio, aunados en el malestar que les causaba tal irrupción sonora a media noche, se perdían en largas disquisiciones tratando de desentrañar el misterio. La tercera vez se multiplicó indefinidamente, ululante como un viento macabro.
   Después de cortar con su filo la madrugada, todo permanecía en la más completa mudez, pero  muy pocos podían conciliar el sueño o bien lo retomaban hundiéndose en terribles pesadillas. Y si bien el insomnio traía un frío de muerte a los cuerpos, las pesadillas eran peor aún pues de ellas emergían fantasmas del pasado o  sombríos resabios de la vigilia.
   Las vidas se transformaron en una espera de la noche. ¿Volvería a restallar  la lacerante carcajada? ¿Quién reía así con la fuerza de un huracán despertando al  adormecido vecindario?
   Como inevitable consecuencia, cundió el malhumor y la sospecha. Sin embargo, al encontrarse en los pasillos o en el ascensor, los vecinos correspondían ceremoniosamente a los saludos, sin atreverse a preguntar. Cada uno guardaba  la duda para después, y después llegaba la ansiedad nocturna y con ella la resistencia a la entrega del sueño. Resignados esperaban la invasión.
   El grupo de copropietarios e inquilinos era por demás variado. No faltaban especímenes de toda catadura. Cada cual se distinguía, en mayor o menor medida, por una u otra particularidad. Entre ellos,  el casi infaltable joven bohemio y poco comunicativo, al que a  menudo le recriminaban que escuchara música hasta altas horas de la noche, cosa que inevitablemente surtía el efecto de incrementar su rebeldía e iracundia juvenil.  Como airada revancha estallaban a cualquier hora  timbales, baterías y otros instrumentos que hacían temblar las paredes. Las clásicas señoras mayores de intachable conducta y hábitos rutinarios, amigas de emplear ventanas, ojos de cerradura y postigos como observatorio. El abominable cuadro de la  familia numerosa amontonada en un dos ambientes,  del cual emanaba, cada vez que abrían la puerta, un olor rancio y nauseabundo, similar al mal aliento de una fiera agonizante. Y aun los que no dejaban de dar  qué hablar al resto, como era el caso de un divorciado que sólo aparecía de tarde en tarde. “Tipo raro”, deslizaban algunos por lo bajo, acompañando el dicho con una sonrisita, a todas luces, maliciosa. Un profesor jubilado y en extremo cascarrabias, una pareja de artistas de varieté, los padres de un niño prodigio, entre cuyas portentosas habilidades se contaban: haber querido ahorcar al hermano menor, arrojar la tortuga por el balcón, escribir las paredes y otras hazañas más, de las cuales mejor ni acordarse.  Los poseedores de las dos unidades del octavo habían tenido en los últimos tiempos un notable progreso económico que les permitía emprender frecuentes viajes, aprovechando días de asueto, vacaciones de invierno, feria judicial. El padre de familia era abogado o algo por el estilo; ciertos indicios permitían inferir   que trabajaba en algún ministerio. Esto los mantenía como al margen del resto y ellos,  dando rienda suelta al goce que les proporcionaba la envidia de los otros, ostentaban, con descaro,  cierto aire de nuevos ricos.
  A decir verdad, casi todos aborrecían al encargado por su pertenencia a las huestes sindicales. Haber alcanzado  el rango de delegado gremial le permitía acceder a algunas concesiones poco claras, además de infundirle cierto aire petulante. Por otra parte, él se aprovechaba de su sordera para no dar oídos a reclamos que le hacían, con toda razón, sobre la limpieza y estado del edificio y sobre cómo empleaba su tiempo para realizar otras changas que, desde luego, estaban fuera del contrato de trabajo y por las cuales, a veces, obtenía réditos inadmisibles .
   Tres de las viviendas estaban desocupadas, dos en alquiler y una a la venta.
   Unos pocos sostenían que la carcajada podía provenir de los departamentos vacíos. Forjaban hipótesis realistas como que alguno de ellos hubiera sido ocupado sin que nadie advirtiera la presencia de el o los invasores. Otros, más fantasiosos, imaginaban que algún fantasma podría haberse apropiado de esas viviendas. Pero, la mayoría parecía estar convencida de que la sonora risotada provenía de afuera del edificio, aunque era claro que el pozo de aire le servía de caja de resonancia y eso los hacía dudar.
   Ante lo inevitable, empezaron a retrasar la hora del sueño con el fin de estar atentos al momento en que surgía el estentóreo sonido, aunque, esa táctica tampoco les daba ningún resultado. La carcajada cambiaba de horarios. Unas veces resonaba a las dos, otras, a las tres, a las cuatro y aun casi cuando estaba por amanecer, así que no era cosa de estarse despiertos inútilmente toda la noche a la espera.
   Con el correr del tiempo, el estridente impacto  se fue transformando en un estorbo difícil de soportar. La del cuarto B pensó plantear el problema en una reunión de consorcio, pero la acobardaban sus propios  antecedentes. Sabía bien que algunos la consideraban una escandalosa, se lo habían dado a entender en varias oportunidades. La solterona del quinto C la tenía entre ojos, el del tercero D sistemáticamente se oponía a sus propuestas; otros, sin más ni más, la eludían. De todas formas, últimamente las reuniones se postergaban por diversas causas, entre ellas la falta de acuerdo sobre  el modo de administrar los dineros del fondo común, el arreglo de los caños  en el octavo piso que insumiría  un gasto grande, la inquina de tal con tal otro, en fin, la lista sería inacabable.
   Los jubilados del primero,  tampoco se atrevían a hablar por miedo a que les reclamaran el pago de expensas atrasadas. Presos de la sensación de sentirse en falta, salían generalmente separados, de manera furtiva y en horas poco propicias para el encuentro con los convecinos.
   Pero, como era de prever, esa pasividad inercial  comenzó a resquebrajarse.  Un día, el albañil del tercero, al encontrase en el palier con el joven de la música, lo increpó con vehemencia. Ambos entraron en una discusión intensa y terminaron casi llegando a las manos. Nadie le sacaba de la cabeza al operario de que así como su vecino molestaba con los disonantes ruidos del rock pesado, también reía sin tener el más mínimo respeto por el reposo ajeno.  Otro día , una de las recatadas damas del sexto A se trenzó con la del cuarto. La  buena señora estaba convencida de que en  la casa de esa descocada se realizaban reuniones “non sanctas”, que para su estrechez de miras, adquirían el tono y la intensidad de aventuras orgiásticas. Desvarío imaginario que era alimentado por el hecho de que, con frecuencia, se comentaba  por ahí acerca  de la vida disoluta que llevaba la  susodicha. La discusión llegó a mayores y durante el forcejeo de la pelea quedó medio destartalada la puerta del ascensor. El portero intervino, y fue peor el remedio que la enfermedad, pues ambas le enrostraron todas las faltas que cometía en su trabajo y las prebendas que obtenía gracias a su afiliación al sindicato. Al jubilado del primero, que pasaba como escabulléndose, aprovecharon para reclamarle el pago de expensas atrasadas, como si esto tuviera que ver con el tema en cuestión.
   Así, a cada momento, se armaba alguna gresca. Era increíble ver cómo un sonido, que en todo caso, debería haber sido una respuesta de alegría, causaba, en realidad, perturbación. Las sonrisas cordiales y la  cortesía  fueron cediendo lugar al fastidio y las murmuraciones.
   Don Aurelio, un murciano,  cuya zona de vigilacia era el bar de la esquina y que gustaba de darse aires de persona de preclaro entendimiento, alguna vez, ante el modesto auditorio que lo acompañaba, se vio tentado de echar luz, o sombras –nunca se sabe - , sobre el  asunto.
- No hay que olvidar que toda alteración del sueño resulta perjudicial para la salud física y anímica –. Y luego, con una gravedad digna de Sherlock Holmes - Si a ello se suma el anonimato bajo el cual se encubre y el hecho de que nadie pueda  participar de la situación hilarante que la provoca ...
    En medio de una silenciosa y letárgica  siesta dominguera, el encargado descubrió rastros de sangre en el pasillo del quinto, justo frente a la entrada de uno de los departamentos en alquiler. Llamaron a la policía. Forzaron la puerta, revisaron con minuciosidad la vivienda,  pero la búsqueda fue en vano y la alarma  se dio por infundada. No obstante, no dejaron de tejerse las más variadas interpretaciones y hubo hasta quien sostuvo que debía reclamarse la intervención de las fuerzas del orden para custodiar la puerta del edificio.
   La situación comenzó  a trascender los límites de la vivienda colectiva. Pronto se habló del caso, en los comercios del barrio, en el club, en el mercado, en las plazas,  por la calle, en las paradas de transporte. El hecho daba pie a comentarios de todo tipo. Finalmente, quien más, quien menos,  la  había escuchado desde lejos, e inclusive algunos dentro de su propia casa, en los altillos, los sótanos, las cocheras y aun en las más recónditas zonas de la intimidad. El eco de su bronco sonido y, los dimes y diretes  que generaba el mismo, llegaron hasta el recinto sacrosanto de la iglesia. El párroco se vio obligado a arengar a los fieles, entremezclando ambiguamente en su discurso la reconvención y el llamado a la serenidad.
   Una noche resonó más fuerte que nunca y todos salieron a deambular por los pasillos del edificio en busca del posible reidor. Su estridencia  había quedado vibrando en el aire como cuando alguien aprieta un timbre sin quitar el dedo del botón. Al compás de su estrépito se movían los vecinos, entrechocándose en los pasillos o al subir y bajar las escaleras. Parecían marionetas suspendidas del invisible hilo sonoro. Aquí y allá, gritos, insultos, pisotones, codazos.
   En medio del tumulto generalizado, una ácida sonrisa iluminó algún rostro. Otros se contagiaron y, pronto, la nerviosa agitación transformó el rictus del conjunto en desembozado sarcasmo.
   El amanecer los encontró dando vueltas como partícipes de un ritual diabólico. Detrás de los vidrios de la puerta de entrada brillaban los ojos gatunos de personas ajenas al edificio, que, bajo el influjo de los trascendidos, se veían tentadas al espionaje.
 Nunca se supo cómo. Si fue por un fósforo con el que alguien encendió un cigarrillo, por algún desperfecto en la caldera o bien por un cortocircuito en la luz de los corredores, que el edificio, de repente,  comenzó a arder y sus habitantes a escapar como ratas de un naufragio. La construcción, de a poco, se iba desmoronando y con el paso de las horas, paredes, columnas y basamentos se convirtieron en cenizas. Algunos quedaron atrapados entre los escombros, otros murieron quemados y unos pocos lograron ponerse a salvo huyendo desesperadamente.
   La carcajada se apagó con la lentitud de un ascua. Tal vez haya quedado oculta bajo  los restos del incendio. Los mirones se hicieron humo en un santiamén.
   Hubo un aluvión de noticias acerca de lo sucedido, la mayoría bastante contradictorias y en gran medida ambiguas o enigmáticas. Después sobrevino un silencio no menos estremecedor que la horrísona carcajada.




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