En su crónica
Receta para leerme,
Lobo Antunes nos advierte: “las personas tienen que renunciar a su propia
llave, la que todos tenemos para abrir la vida, la nuestra y la ajena, y
utilizar la llave que el texto les ofrece.” Tratando de atenerme a su recomendación, en primer lugar
porque forma parte del ideario del autor, pero también porque no he encontrado
otro modo de entrar en este texto complejamente atractivo, comienzo por la llave que me
ofrecen el principio y el final. El
título proviene de un fragmento que se remonta a los vestigios más antiguos de
escritura: los pictogramas grabados en
tablillas de arcilla húmeda, 3.000 años a. C., mediante un tallo vegetal con forma de cuña
(de allí el nombre cuneiforme). La frase
ayer
no te vi en Babilonia resulta, sin duda,
sugerente. Dirigida a la segunda persona –tú- podría estar
destinada a un receptor implícito en el
circuito comunicacional del libro, tal vez el lector o tal vez otro destinatario del enunciado, cuya
identificación quede pendiente. La referencia a Babilonia, centro político,
religioso y cultural de un vasto imperio, también da pie a ciertas
asociaciones: un pretérito muy lejano, grafismos de una lengua aglutinante poco
propicia para la transmisión de abstracciones y sujeta al “armado” de los
signos gráficos con el fin de expresar un concepto. Por otra parte, en esa
antigua capital hubo una torre,
la
de Babel , cuyo simbolismo en relación al lenguaje es bien
conocido. La palabra ayer también propicia cierta imprecisión respecto del tiempo: puede ser el
día anterior al que estamos y también puede
referirse a “el ayer”, un pasado cercano o remoto. Asimismo, la negación
del verbo connota: ceguera, distracción
o incapacidad de fijar la mirada en un plano u objetivo determinado. Bien
podría vincularse este “no ver” con la dificultad perceptiva que supone el no
alcanzar el otro lado de
la
trama. Y en tal sentido la expresión del principio quedaría
explicitada, después de la ardua tarea de abordar las más de cuatrocientas
páginas, en la frase que cierra el libro: “porque lo que escribo puede leerse en la
oscuridad”. Y aquí vuelvo a atenerme a las
sugerencias de la mencionada crónica:
“La verdadera aventura que propongo es aquella que el narrador y el lector
emprenden juntos hacia la negrura del inconsciente, hacia la raíz de la
naturaleza humana”.
El libro se divide en seis
partes: medianoche y otros cinco capítulos que se corresponden con las cinco
primeras horas de la
madrugada. Cada uno de esos capítulos se subdivide, a su vez,
en cuatro monólogos interiores. Estos exteriorizan el estado entre la vigilia y el
sueño, entre la lucidez y el aletargamiento de tres personajes asediados por el insomnio y
por los recuerdos que regresan desde “un lugar tan movedizo en el pasado”
(expresión varias veces repetida por uno de esos seres que padecen el desvelo): un policía, casado, que vive en
Évora, y que mantiene un vínculo extramatrimonial con una mujer de Lisboa; otra mujer llamada Alice, que vive también
en Évora y es enfermera y una
segunda mujer llamada Ana Emilia, cuya hija adolescente se suicidó. El cuarto monólogo comprendido en cada uno de
los capítulos es alternativo, ya que a él se integran otros personajes –digamos
secundarios- que componen la trama: el viejo hacendado autoritario que está
muriendo de un cáncer de próstata, la hermana del policía, que vive en Estremoz,
Lurdes, otra enfermera o algunas otras voces,
cuya identificación, ya hacia final del
libro, se diluye o se torna cada vez más
enigmática.
Cabría pensar que el policía, a la caza de “fantasmales”
enemigos del gobierno (obrero, cargador del puerto o mendigo, da lo mismo), la
mujer de Évora y la que ha perdido una hija forman un triángulo. Pero nada en
el texto lo asegura. La narración genera
una ambigüedad que aporta su cuota de intriga. Y esa intriga sustenta los diferentes planos de
lectura.
Otra referencia que se arquea como un signo de pregunta sobre la
maleabilidad significativa es la mención del travestismo: un hombre se disfraza
de mujer; podría ser el policía, algún
otro personaje y aun el narrador. Travestir significa vestir a alguien con el ropaje del sexo contrario. Y, por
extensión: cualquier forma que bajo una determinada apariencia implique
ambivalencia. Otro indicio de ambigüedad que se desliza en el
terreno resbaladizo del lenguaje. En
definitiva nada es lo que parece. Nada se ve en forma objetiva porque el insomnio
actúa como intermediario de la elusión.
El modo expresivo es fragmentario
y en apariencia desarticulado, como corresponde al monólogo interior. Sin
embargo, a medida que se avanza en la intrincada lectura, se advierte que el autor
ha ido sembrando pistas para atar cabos: los nombres, los indicios
circunstanciales (surtidor de gasolina- menciones geográficas-hospital- cómoda con
patos-perros-gitanos…), las vueltas sobre una misma acción, los retazos de
diálogo, las referencias temporales.
Un elemento altamente
significativo en esta prosa es la participación activa de los personajes en la escritura. Cito
algunos ejemplos: “…qué es esto una novela” -se pregunta uno de ellos. “No sé
hablar como hablan los demás en el libro”-dice otro. Y más: “… de dónde vienes, por qué me
inquietas en el libro?” “…llegó el momento de decir la hora, pero no voy a decirla,
dígala usted si quiere, es su libro…” “…y ahora me pregunto qué será de mí
cuando acabado este capítulo dejen de oírme.” “sabiendo que os pierdo a medida
que las páginas avanzan me pregunto si lo he inventado todo o estarán
inventándome escribiendo a duras penas…” “…tal vez una persona más inteligente,
más capaz, debería terminar este relato por mí…”. Indudablemente la relación
escritura-vida signa a este relato plural y polisémico. Al libro lo escriben
los personajes, el autor, que aparece cuando comienza a asomar la claridad del
día (capítulo 6: Cinco de la mañana-pg. 420): “(me llamo António Lobo Antunes,
nací en São Sebastião da Pedreira y estoy escribiendo un libro)”, y también los
lectores, previo trabajo de deconstrucción.
La fluencia discursiva impregnada
de imágenes poéticas recrea ese modo asociativo con que la conciencia, en este
caso sitiada por el insomnio, busca en
lo onírico una suerte de traducción. Cito algunos fragmentos: “…las tórtolas
que le manchaban el toldo con el alicate de los sonidos…”, “… un halcón
peregrino al que despertó la luna y los dientes en la almohada mordiéndose a sí
mismos…”, “… y al abrir los cajones el otoño entre el lugar del silencio y el amarillo tiñéndonos…”, “… a ella en
medio de las inquietudes de octubre cuando la luna y las mareas…”, “…y los
pozos y los escalones de vuelta, pensaba que excepto en el caso de los ciegos
aparecían solo para engullirnos…”.
La obra se niega como totalidad, como si el conjunto significativo hubiera
estallado en miles de astillas que reflejan el ir y venir de los recuerdos
hacia adentro, hacia el sentido de cada vida y también hacia afuera, hacia el
encuentro con esas otras murmuraciones
en que la noche se abisma. La plasticidad del lenguaje disemina esas historias
íntimas en la historia mayor que las contiene. Pues debajo de tanto desvelo
late la angustia, el desasosiego, la oscuridad en sordina de un país doblegado,
durante 48 años, por la opresión de un régimen autoritario, conservador y
corporativista. Salazar, quien asumió el mando de ese Estado Novo y lo gobernó con
mano férrea entre 1932-1974, en que fue derrocado por la Revolución de los
Claveles, está en el trasfondo de esa trama deshilvanada.
Subrepticiamente aflora en esas voces de trasnoche: “… obrero de la barba mal
cortada conspirando consigo mismo contra la Iglesia y el Estado…”, “…los
enemigos de la Iglesia y el Estado… periódicos impresos al revés…”, “…la
fotografía de Salazar más grande que un crucifijo…” , “negros que habían de
mezclarse con nosotros y robarles el trabajo a quienes lo necesitan…”. Y la
historia narrada entre dientes se expande hacia el resto de la península, donde
otro caudillo de raíz política similar a la de
Salazar, aunque no muy confiable a la hora de reconocer fronteras, provocaba similares
agonías en nombre de un poder que él
asimilaba a lo divino: “… después de tantos años de miedo a que fuera
España, trabajé en una ocasión o dos con la policía de ellos, nos entregaban el
preso ya esposado y amansado, firmábamos los papelitos con el papel de calco en
medio…”
Ayer no te vi en Babilonia es como una pieza de relojería, un libro complejo y minucioso, que revela un
pulso delicado y agudeza para atravesar la neblinosa comarca que condiciona la mecánica del pensamiento. Casi podría decirse un viaje
desde el anacronismo a la sincronía,
desde el no-tiempo a la hora exacta.
Fuente: Lobo Antunes, António, Ayer
no te vi en Babilonia, Buenos Aires, Editorial Sudamericana-Mondadori,
2007. Traducción: Mario Merlino.