De pronto el crujido.
La cáscara rugosa se resquebraja.
Y adentro puede haber algo informe, viscoso, terso o
esquivo.
El cascarón se abre trabajosamente.
Una sutil membrana envuelve el oscuro interior.
Una especie de tela de araña
que impide separar cada fragmento.
Los dedos y el ojo se arquean como tenazas.
Y cada parte se desprende con un tirón casi imperceptible.
Cuando esa especie de fruto
ha quedado al desnudo
algo resbala por la conciencia
hacia el más íntimo y medular silencio.
Luego entra en el turbión
y se desgrana en gotas afiladas.
Llega al último peldaño
-que no será el último porque es infinita su insurgencia-.
Digamos a la sala de máquinas
donde el circuito se enciende.
Y todo es presagio.
Hay espejos y refracciones.
Hay un tumulto de incandescencias.
Y cada partícula se dispersa y luego agrupa y
vuelve a la afasia
y entrechoca.
Y entonces una luz diminuta
recorre nuestro pensamiento. Y
el sentido se anuncia como un chisporroteo.
A tientas transitamos por su música,
por su crisálida
por su expectación.
Hemos arribado
a un territorio cuya fertilidad
depende del antesahoraacaso, de nosotros y
de esos otros que casi al
unísono se desintegran.
Hurgando en el cendal que apretuja recuerdos y olvidos.
En el último recodo de
una travesía,
que se hamaca
entre
el azogue y el humo.