Para quienes gusten de la novela
histórica, La herbolera es un buen ejemplo de esa variante
narrativa que se caracteriza por construir una anécdota y a la par describir un lugar y su
gente, en un momento preciso. En este
caso la zona de Vizcaya que se extiende entre Durango y Arrazola, incluida la
sierra de Anboto, hacia el siglo XVI.
La historia de Catalina de
Goiena, una joven partera y
herbolera, atrapada entre en un
amor no bien correspondido y el despecho
de un viejo funcionario, que al no poder desfogar su apetencia sensual hacia
ella, la expone a los tormentos de los
tribunales inquisitoriales. La novela recrea las costumbres, el trasfondo político-social y las creencias vascuences en esos años. Respecto de
esto último resalta la tradición ancestral del matriarcado, representado en la
figura de Mari (Madre Tierra), y reencarnado en estampas femeninas fuertes y aguerridas.
A continuación, algunas consideraciones de la autora en relación con la temática de la obra.
La brujería vasca ha dejado una
huella tan profunda en nuestra tierra que nuestra toponimia designa claramente
la presencia de brujas en incontables lugares: sorginerreka, río de
brujas; sorginiturri, fuente de la bruja; sorginleze, sima de la
bruja; sorginetxe, casa de la bruja.
[…]
…conocemos lugares de reuniones
de los brujos y brujas como Akelarre, en Zugarramundi…
[…]
Algunos de estos lugares son
cuevas cuya habitabilidad en tiempos prehistóricos ha quedado demostrada y
otros son dólmenes o crónlechs erigidos por motivos religiosos, funerarios u
otros que desconocemos y que testimonian la antigüedad de las creencias del
pueblo vasco.
[…]
Podrían escribirse libros enteros
sobre la brujería, pero nunca llegaríamos a saber exactamente qué fue lo que
provocó la histeria colectiva que en Europa occidental desembocó en la “caza de
brujas” que entre 1500 y 1700 llevó a la hoguera a más de cien mil personas
inocentes, en su mayoría mujeres.
A partir de la publicación de la Encíclica Sumis Desiderantes
de Inocencio VIII, en 1484 y de la aparición en 1486 del libro Malles
Maleficarum (Martillo de brujas), escrito por dos frailes dominicos
alemanes, Institoris y Sprenger, la caza de brujas se extendió como un reguero
de pólvora.
La caza de brujas siguió a la
caza de herejes, especialmente cátaros y valdenses en el Mediodía francés,
cuyas doctrinas habían hecho tambalearse el monopolio de la Iglesia católica de
Europa. Una vez eliminados los herejes, las instituciones creadas para
perseguirlos tuvieron que buscar nuevas funciones para justificar su
existencia. Curiosamente el famoso Canon Epicospi, redactado en el
siglo X, documento respetado y guía de actuación de la Iglesia católica,
aseguraba que la creencia en las brujas era una herejía propia de paganos y no de buenos
cristianos. Para justificar el cambio de mentalidad, teólogos e inquisidores
adujeron que los brujos y brujas que ellos perseguían eran otros que no existían en la época de redacción del
famoso documento. […]
Está claro que acabar con las
antiguas prácticas paganas que aún se mantenían vivas y con las sectas
religiosas que ponían en solfa la actuación de la Iglesia católica fue una de
las razones de la caza de brujas. Posteriormente los países protestantes
también mostraron un celo parecido. Igualmente sirvió como medio para eliminar movimientos subversivos contra los
poderes establecidos y opositores políticamente incorrectos.
Recientes estudios han demostrado
que la clase médica tuvo, asimismo, algo que ver en la psicosis brujeril,
puesto que comadronas y curanderas fueron el blanco de los ataques en la
mayoría de los casos. El hecho de que la mitad de la población, es decir, las
mujeres, prefirieran acudir a ellas menguaba de manera importante los ingresos
económicos de los galenos provistos de sendos diplomas universitarios.
Finalmente, la sociedad en su conjunto, tampoco veía con buenos ojos que estas
mujeres fueran capaces de bastarse a sí mismas
-hubo un gran número de viudas y solteras entre ellas- sin necesidad de contar
con el apoyo del hombre (léase un marido, un padre o un hermano).
En el País Vasco los hombres y
las mujeres acusados y ejecutados por prácticas de brujería pertenecían a las
clases más humildes, artesanos y labradores. Eran herederos de costumbres
ancestrales relacionadas con la devoción de Mari, reminiscencia de la era
matriarcal y personificación de la tierra, en palabras de don José Miguel de
Barandiaran.
Hoy, cuando cualquier aniversario
es excusa para conmemorar las grandes gestas de la humanidad, cuando se habla
de reconciliaciones ecuménicas y se rehabilita a personajes importantes
injustamente condenados, aún no se ha reivindicado la inocencia de miles de
personas quemadas vivas legalmente gracias
a las mentiras, prejuicios y obsesiones de las clases políticas y religiosas.
La palabra “bruja” sigue siendo sinónimo de maldad, de mujer vieja y fea y
hemos olvidado que muchas de aquellas víctimas eran niñas que aún no habían
cumplido los diez años, que otras eran jóvenes en la flor de la vida y que la
mayoría eran mujeres que únicamente intentaban ganarse el sustento.
Fuente: Martínez de Lezea, Toti, La herbolera, Madrid, Ediciones Embolsillo, 2000. Los fragmentos
citados pertenecen al Apéndice de la novela.
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