Llega la noche y
con ella el papel
estrujado.
El bollo que ha quedado sobre la mesa y
comienza a
desperezarse.
Lentamente inicia su
desenvoltura y
las letras asoman
entre pliegues.
La cadena se quiebra y
oscurece, a un mismo tiempo.
No se sabe… el fuego
de los signos deslumbra y
a la vez, desampara.
Entre dobleces, la palabra se vuelve silencio y
el misterio tiende su red.
Es el final del día y
una araña entreteje
portales y cerrojos.
Tiempo de vigilia
opaca en que el papel se rebela y
entre una y otra
rugosidad libera sombras.
Las letras se alinean
y
las sílabas crujen.
Se abre, flor
nocturna. Y
enardecida brama la
tinta.
Pero no es ella sino…
el acaso y
¿cómo?...
Lo que antes fuera un
envoltorio informe y
después plegamiento.
Ahora es una línea
borrosa que pende de un hilo y
entrechoca
significaciones.
Juega a ahuyentar y
sin embargo convoca.
¿A quién? A la voz y
a ese atisbo de sinfonía que deambula por callejones de pesadilla.
Cuando el papel
estira sus puntas y
solo permanece ese algo próximo al decir.
Porque todo está en
ciernes y
la letra suspensa
gira en sentido contrario de sí misma.
En tropel, las frases
que resbalan y
ruedan por el suelo.
Casi marchitas, con
una especie de fragor exánime y
entonces toda concatenación
apedrea.
Y junto a tanto guijarro llega el sueño.
Entre las sábanas,
adheridas al ventarrón del olvido y
al anzuelo de la memoria
irán entrando las
palabras, en el inconmensurable desierto
de los resplandores.
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