EDUCACIÓN Y CRISIS DEL HOMBRE
El mundo está gravemente enfermo
de incredulidad y, correlativamente de feroces dogmatismos. Y la educación no
puede ser ajena a esos padecimientos, pues, en desdichada dialéctica es su raíz
y su consecuencia; porque no solo se manifiesta en las escuelas, en las
universidades, sino también en la calle, en las fábricas, en los estadios
deportivos y dentro de cada hogar, a través de esas pantallas cuasirradiactivas
que en la oscuridad fascinan y trastornan el alma de los niños. Así, la educación
no puede ser extraña al drama total de la civilización, no puede no
participar de las fallas esenciales que
agitan el universo espiritual de nuestro tiempo y amenazan con su derrumbe.
Hasta en los países más
civilizados, el secuestro y el crimen político se han convertido en
instrumentos que reemplazan al diálogo y a la justicia. Fanáticos y demagogos
que han detentado o detentan el poder obligan a maestros y profesores a
sustituir la búsqueda de la verdad por la inyección de sus ideologías,
entronizando el dogma en el lugar donde en tiempos más felices llegó a reinar
la tolerancia. Y como si todo ello fuera poco, el advenimiento de la televisión
–el más siniestro medio inventado para formar y deformar conciencias- ofrece y
perfecciona medios para el asalto, el secuestro y la tortura. También en
nuestro país, como aciagas modulaciones
de esta crisis general de la especie humana.
Se comete, por lo tanto, un grave
error cuando se pretende reformar la educación como si se tratase de un
problema meramente técnico, y no el resultado de la concepción del hombre que
sirve de fundamento, de esos presupuestos que la sociedad mantiene acerca de su
realidad y su destino y que, de una manera u otra, definen una manera de vivir
y de morir, una actitud ante la felicidad y el infortunio. Presupuestos
elaborados por teólogos, filósofos, y por esos intuitivos que a través del arte
exploran la condición del hombre, conmoviendo y transformando sus estratos más
misteriosos.
De este modo, la educación no se
lleva a cabo en abstracto, ni es válida para cualquier época o civilización,
sino que vale en concreto, se hace con vistas a un proyecto de ser humano y de
comunidad: Esparta no puede imponer la misma educación que Atenas, ni los
estados totalitarios la misma que las democracias. Ante todo esos presupuestos
señalan qué es lo que se quiere de un pueblo y con qué fines hay que educarlo:
si para lograr guerreros o humanistas, si para producir verdugos o seres
respetuosos de sus semejantes.
También nuestra nación formuló
sus postulados: pensadores como Alberdi y Sarmiento los establecieron de modo
explícito, con fundamentos espirituales y políticos. Pero no son ellos culpables
del sectarismo que, en ocasiones, devastó
nuestra enseñanza. Mucha sangre ha corrido en el mundo desde entonces y las
doctrinas que convirtieron en infiernos a Rusia y Alemania también llegaron
hasta nosotros, llevando por delante, como una violenta marejada, todo lo que de
bueno habíamos logrado. No, los presupuestos que en estos últimos decenios
presidieron nuestra vida –con pequeños lapsos de tolerancia- no son los que
aquellos fundadores ofrecieron, sino otros, tristemente otros.
No soy pedagogo, no soy
especialista en educación; pero, a esta altura de mi vida, me considero
especialista en esperanzas y desesperanzas, pues algo he aprendido a través de
los golpes que he sufrido, de los errores cometidos, de las ilusiones perdidas;
ignoro infinitas cosas, vastos territorios de la historia y de la geografía me
son desconocidos, pero conozco y siento mi tierra, me angustia el destino de
mis hijos y de mis nietos, la suerte de mis compatriotas y, sobre todo, la
suerte de los chiquitos, que de nada son nunca culpables, y a los que no
tenemos derecho de legarles un lúgubre universo. He meditado mucho en todo esto,
y a través de algunas imperfectas ficciones traté de averiguar algo sobre mí
mismo, o sea: sobre cualquier hombre, ya que el corazón de uno es el corazón de
todos. ¿Por qué, entonces, no he de tener derecho a decir algunas palabras
acerca de ese proceso que moldea el alma de los hombres, desde que son
balbuceantes niños hasta que son balbuceantes ancianos? Ojalá otros más doctos
me ayuden a despejar dudas que me atormentan, vacilaciones de mi pensamiento y
de mi imaginación. Aquí, por el momento, ofrezco borradores de esas incertidumbres.
Fuente: Sábato, Ernesto, Educación
y crisis del hombre. En: Cultura y Educación- Cuadernos del Congreso
Pedagógico, Buenos Aires, EUDEBA, 1986.
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