La lagartija duerme en su agujero. Arrastra su repugnante y
absurdo esqueleto
y se esconde bajo las cáscaras del techo. Y allí reposa
cobijada por las estrellas.
Pero nunca está quieta. Ni siquiera en sueños. Tiene un ojo
que ve aunque esté cerrado,
aunque el pellejo de su párpado lo esconda. Con ese ojo a
medias entre su mundo y éste
del cual formamos parte quienes intuimos ese vertiginoso
deslizamiento de su apenas moverse, vislumbra
algún insecto. Y espera. Pacientemente espera.
Sin las dimensiones de un lagarto, con esa talla minúscula
remeda los subsuelos pantanosos, la pesadumbre del lodo, la escamosa
respiración de los juncos húmedos.
¿Aparición pretérita? ¿Imagen atenuada de antiguos saurios?
Mientras la palabra intenta tocarla, ella rápidamente ha
alcanzado su presa. Y la devora. Una extraña luz resplandece en sus entrañas. La
mirada altiva del farol ha fijado el momento de la cacería y el rápido festín.
Al principio me causaban cierta aprensión. Ese movimiento
lento y furtivo
que las asemeja a los ofidios y a los gusanos me resultaba
quemante, como un espejo
cicatrizando pústulas. Infecta. Ahora, sin embargo, sé que
es parte de mi casa y deberé aprender a verla y a traducir su fealdad. Siendo
parte del habitat, como el rosal, el colibrí, la luna entre el celaje, el rocío
o el trino de los pájaros sobre la claraboya de la cocina, cobra otro semblante
y contiene hasta trazos musicales. No asusta sino estremece. Como un raro
destello. Una lengua reptando sobre los muros donde se adormece el sol. Y a pesar
de su traza resulta bella.
Me gustó y , perdón por la asociación, recordé la poesía, salvando todas las distancias, A la higuera , de Juana de Ibarborou. Es bella aún en su aparente fealdad. A veces " lo bello es invisible a los ojos" (mucha cita, ¿no?)
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