El término exilio está aureolado
de connotaciones tristes, de relampagueos de zozobra. Es una palabra que rezuma
pena y desasosiego. Todo exilio supone un alejamiento de la tierra natal y en
tal sentido es sinónimo de expatriación y de destierro. La separación de la
tierra supone el alejamiento de la sustancia madre, la que recibe las semillas
y la que cobija las raíces. Aquella de la cual nace y en la cual prospera toda producción.
El exilio puede ser exterior o
interior. Puede uno trasladarse hacia
otras comarcas o permanecer en el
territorio donde vio la primera luz. El primer caso puede ser voluntario o
impuesto. En el segundo, el desapego es el resultado del menoscabo ha que ha
sido expuesta la idiosincrasia. Y por
más que el distanciamiento se haya impuesto por decisión propia, éste no
resulta menos doloroso que si hubiera sido estipulado por una condena de destierro. También en este
caso pesan las circunstancias. Ante una situación de asfixia, la intimidad tiende a defenderse, a
buscar ventanas o aberturas por donde entre un aire reparador. Entonces se
produce el retiro. ¿Y hacia dónde puede retirarse quien no quiere o no puede
acceder a un pasaje salvador, a un boleto de ida hacia otras márgenes donde
pueda sentirse contenido? Podría uno dejarse arrebatar por la frustración, el
rencor o el enojo. Y en ese caso perdería la capacidad de razonar o la pasión
con que debe estar acompañado cada latido, cada movimiento de sístole y
diástole, cada inhalación y cada exhalación, que acompañan la fluencia vital. Pero si aún se
está aferrado a la vida, si aún se siente que vale la pena estar de pie, si aún
se valora el sentimiento de quienes nos rodean y pueden ser interlocutores
válidos, el exilio se transforma en una meta de carácter profundamente
espiritual.
El traslado se va produciendo
lentamente. Desde las sombras a la luz. Del espacio cerrado, al abierto. De la
palabra, al verbo. Del monólogo al diálogo. Del opresivo enclaustramiento de imposiciones
oscurantistas y autocráticas al sutil aleteo de las libertades personales. Aquellas
a las que ningún cerrojo puede trabar. Una biblioteca puede ser un buen lugar
para acoger esta suerte de exilio, un
jardín también, un espacio propio donde estemos rodeados del encanto de
nuestros mejores recuerdos, de esos pequeños objetos casi mágicos que hemos
guardado durante años y que emanan tibieza, de ese
grupo de voces amigas que atiza a cada instante el valor de la esperanza, del
gesto de dar sin pedir a cambio, de la
comunión que simbolizan los lazos de solidaridad.
La falta de oxígeno se percibe
como el apretón de una soga al cuello. La inclemencia golpea nuestro cuerpo
como un látigo invisible. La agresión nubla nuestra mirada. El acoso, el miedo,
la sinrazón quiebran nuestro espinazo. El pasado regresa como un mal sueño, una
pesadilla recurrente. Estamos en silencio, inermes. Pero con solo girar sobre nuestro centro de gravedad podremos
entrever una pequeña muestra de la
creación: un pájaro sobre una rama, un libro abierto, un río que fluye entre afiladas piedras.
Se puede atribuir a la
circunstancia que provocó el alejamiento múltiples caras: ¿discrepancias
políticas, divergencias ideológicas, malestar físico y moral, pérdidas de
derechos, incongruencia de obligaciones, desorden, incomprensión? Algunas de
estas facetas son propias de una sociedad dinámica, de un producto humano que
cambia y se renueva. Pero, cuando esas disparidades y alternativas, lejos de
estar encauzadas hacia un proyecto de crecimiento, de interacción y de progreso
del conjunto, son excluyentes y no responden a una lógica y una visión de
futuro que a todos y cada uno nos
comprenda, empujan al desánimo. Porque no es una sola causa la que mata nuestro
deseo de pertenencia. Lo que nos aniquila realmente es la sensación de pantano.
Figuradamente, desterrar
significa apartar de sí. También significa sacar de debajo de la tierra. Cuando
el exilio es interior desenterramos nuestro corazón. Su acompasado ritmo, como
el de un reloj, marcará el tiempo durante el cual sea necesario apartar de sí lo sucio y lo
excrementicio para que resplandezca la cualidad de la materia orgánica del
suelo que sustenta la fertilidad y la floración
de la vida.
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