El título pertenece a uno de los cuentos del
libro Un novelista en el Museo del Prado
(1984). Libro singular, en el que Mujica Lainez demuestra una vez más su
maestría narrativa, a la que suma, en este caso, excelentes dotes de observador de las expresiones
plásticas, erudición y un inesperado sesgo humorístico.
El Prado es un museo maravilloso.
Durante mis estadías en Madrid creo que
llegué a visitarlo más de quince veces. Además de tener una colección muy grande y bien expuesta, el tránsito por sus salas envuelve a
los visitantes en una atmósfera casi
mágica. Y es que el observador experimenta la sensación de
atravesar la historia, mientras transita por esa especie de vecindario en el que
se entretejen los más variados abordajes
estéticos.
Me pregunto cuántas veces debió
asistir Mujica Lainez y cuántas horas habrá
dedicado al estudio de las piezas de su pinacoteca para lograr una trama
narrativa insólita por la sutileza y la gracia, y exquisita, por la erudición.
Ese muestrario de piezas, cobra,
al correr de su pluma, una vida inusual,
la que solo puede generarse a través
del diálogo entre lo real e histórico y lo imaginario. Generalmente se considera al museo como un
lugar estático. Mujica Lainez logra convencernos de lo contrario. La acción y
las bullentes peripecias que animan cada uno de los cuentos constituyen un
dechado de inventiva.
Para muchos lectores actuales –
no quisiera pecar de prejuiciosa, pero a veces la equívoca consideración de lo popular, lleva a
desgraciados malentendidos – el discurso de Mujica, pulido y culto,
en el vocabulario, y muy elaborado en
las formas, podría resultar aristocratizante (una marca de clase, podrán
decir). La frase de Flaubert: “Madame Bovary c’est
moi” explicita lo que está en el trasfondo de toda escritura. Cada texto
es, en algún modo, su autor. Mujica Lainez no podría haberlo hecho de otro
modo. Y si juzgamos por el resultado en este libro, cuyo original proyecto no hubiera sido accesible para muchos otros escritores, debemos
afirmar que su habilidad narrativa es incuestionable.
El cuento Elegancia describe las alternativas de un concurso organizado por
los inanimados (¿?) personajes de los
cuadros, con el fin de seleccionar al exponente de la elegancia dentro del estrellato
pictórico. Un tema relativamente actual
y hasta popular. Más allá de los certámenes literarios, de pintura, escultura,
cine o fotografía, que tienen una
connotación – a veces es solo una connotación – más culta, hay concursos de
belleza, de simpatía; también están los que premian algún modo de producción:
la cerveza, la vitivinicultura, etc. Y
los que estimulan a los nuevos valores
del canto o del baile.
El concurso de retratados plantea
varias exigencias de organización: primero, qué pintores intervendrán; segundo,
quiénes serán los encargados de designar un jurado; tercero, quiénes podrán ser
jueces. El primer punto se soluciona con la inscripción de los concursantes en
“hojas hurtadas a la
Dirección ”. El segundo punto se confía al enano y bufones de
la serie velazqueña, quienes dando muestras de “su lúcido sentido de la
jerarquía y del equilibrio de su criterio” informan que el jurado se compondrá
exclusivamente con dioses del Olimpo.
Otra de las características que
se adjudica a los museos, sobre todo a aquellos que tienen una tradicional
posición en la Historia
de la Cultura , es que son
solemnes. Mujica Lainez libera al Prado de semejante estigma, elaborando
escenas francamente burlescas. Las
disputas entre los dioses del jurado por cuestiones de talla u otros melindres, las alusiones al tráfico de
influencias (los electores del jurado y algunos de sus miembros pertenecen a
una misma serie pictórica, por lo tanto son parientes) el hecho de que quienes
elijan al supremo tribunal sean enanos y bufones y que los dioses de las
pinturas velazqueñas no son sino “otros
tantos mocetones labradores, de fuertes músculos y piel curtida, que hacen de
dioses como pueden”, el desfile de los jurados desnudando actitudes pacatas o
hipócritas: “Venus, habituada al exhibicionismo, coloca, por tradición y
aspaviento, las entreabiertas manos en las partes consabidas”, dan cuenta de
ello. El escritor humaniza con ironía. Las mañas de los “consagrados”, ya sean
artistas del pasado, dioses o seres
actuales, de carne y hueso, puestos en una circunstancia similar, son, en
realidad, las mismas. La solemnidad del acto, encarnado nada menos
que en las nobles obras de arte y enmarcado escenográficamente en un lugar prestigioso,
resulta una cáscara que el novelista logra resquebrajar. Las obras de arte son,
en definitiva, muy humanas, tanto en lo que se refiere a la estirpe y trayectoria histórica del retratado como a las de quien lo retrató.
Llegado el día del. Fallo, por la
galería avanza el jurado de dioses olímpicos y luego, uno a uno, van desfilando
los pintores y sus obras. A medida que esto ocurre, el anónimo narrador en
tercera persona deja paso al novelista-crítico. Las observaciones de los actores de esta parodia, son hilarantes. Así el efebo Diadumeno señala “la oportuna extravagancia de la moda
masculina del Renacimiento, que exigía la exhibida exageración del viril
atributo, como encarnado y pronto a embestir”. O las que pone en boca de los
mismos dioses. Respecto del retrato del Conde San Segundo y una Madonna de
Mazzola dirán: “Sin duda son elegantes, pero su aire es de tal manera ficticio
que se los diría disfrazados…” En otros casos la observación proviene del
mismísimo novelista-crítico: “Pero estos portentosos señores – dirá respecto de
los Reyes Magos de Memling – tan poco
tienen que ver con los que en Belén
adoraron al Niño, como la hija del Faraón de Paolo Veronese con la que
en Egipto rescató de las aguas a Moisés. Son tres grandes, grandísimos monarcas
de leyenda medieval.” Este tipo de acotaciones abunda.
Finalmente Apolo pregona el
nombre de los retratos y autores
preseleccionados. Son ocho, empezando por el Felipe II de Tiziano y terminando
con la Reina Isabel
de Velázquez. Todos, gente de encumbrada prosapia. Mientras tanto los jueces
no dejan de proclamar con fanatismo sus preferencias. “ Con ello – concluirá el novelista-crítico –
se corrobora la débil condición humana de los divinos jueces”.
Cuando están en las decisiones
finales aparece un nuevo caso a considerar. Se trata de un caballero al cual no
entienden bien, por hablar en una lengua foránea. Por fin, en medio de un silencio expectante se acerca Durero y presenta su Adán y Eva, pintado en 1507. “He aquí –
apunta el novelista- crítico – la fiesta de la pureza intacta en plenitud, el
dulce prodigio del cuerpo humano, triunfo del ideal de la proporción. Los
dioses son conscientes de esa trascendencia.” Y por lo tanto es éste el cuadro
que se impone como ganador.
Muchos claman, como suele ocurrir
también en parecidos casos de la
vida real, contra la iniquidad e inmoralidad de la resolución. “Pero Zeus les
replica que la elegancia esencial reside en la arquitectura del esqueleto y en la calidad y medida de lo que tapiza exteriormente,
además, claro está, de la plástica disciplina con que esos elementos se
manejan.” Razones que conocen muy bien los griegos.
Con suprema elegancia Mujica
Lainez ha creado un relato con el que homenajea a los
progenitores comunes y con ellos a la belleza y la perfección con que un artista
ha logrado plasmar el valor de la vida y de la primigenia desnudez de la naturaleza.
El arte sacralizado se transforma
en sus manos en materia dúctil y juguetona. Con humor trastoca las expectativas que impone el grave ceremonial de la Cultura con mayúsculas, y nos devuelve a esa simplicidad primordial con que el ingenio
ilumina hasta sus manifestaciones más complejas.
Fuente: Mujica Lainez, Manuel, Un
novelista en el Museo del Prado, Bs.As. Editorial Sudamericana-Debolsillo,
2010.
Puertas de "El Paraíso", casona de Mujica Lainez en Cruz Chica-Córdoba. |
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