Casi todos los días el empleado X
llegaba tarde. Pero el jefe se hacía el
desentendido a pesar de que la tolerancia
no era su fuerte. Claro que había algunas razones: varias veces X lo había sorprendido in fraganti. Modelo de esposo y
padre de familia, perdía su compostura tentado por la lujuriosa empleada nueva.
La joven no daba muestras de demasiada
eficiencia en el trabajo, pero estaba
dotada de una sensualidad felina. Un dato no menor: la “novata” había ingresado, de buenas a
primeras por obra y gracia de intrincadas
componendas a las que se veía obligado el jefe y que nadie sabía bien por qué. El
empleado Z se quedaba a menudo con algún vuelto que compartía subrepticiamente
con X a fin de que éste, que evidentemente gozaba de la buena predisposición
del jefe, no lo delatara. La
empleada Y , ejemplo superlativo de obsecuencia, se sentía
desplazada por la “novata”. No obstante,
esperaba con cautela y siempre al acecho el momento propicio para reivindicar
su mancillada autoestima. El empleado M se consideraba en superioridad de condiciones
respecto del jefe; de hecho no perdía ocasión de agitar el título que había obtenido, a los
tumbos, en una de las tantas universidades que los otorgan a cambio de pagar una jugosa cuota, y
hacía lo indecible para que los “ de arriba” repararan en el sobrevaluado
pergamino que suponía le permitiría dar
el gran salto. El empleado R intuía muchas de estas tramas secretas, pero su propensión al sudor y lágrimas le enturbiaba la vista y, por si esto fuera
poco, su sangre no aglutinaba células
de rebelión. Y los empleados J y B se la pasaban elaborando planes en conjunto
para hacer saltar la banca en algún casino, aferrados al ardoroso sueño de hacerse millonarios y liberarse, de una
vez por todas, del yugo laboral. El
cadete iba y venía por la ciudad llevando y trayendo papeles incendiarios que
le venían bien para encender esos porros que lo transportaban en un viaje sin
escalas hacia un prodigioso Nirvana. El ordenanza aprovechaba
el horario en que todos emprendían la retirada para echar mano de resmas de
papel, yerba, café y azúcar que vendía fuera de la oficina para paliar las
angustias a que lo sometía su magro salario. El Jefe del jefe aparecía muy de
tarde en tarde. Compromisos en el extranjero lo mantenían fuera de las mezquindades
del aquí y ahora, pero no de otras.
La oficina semejaba una pecera.
Paneles vidriados contenían el movimiento de unos y otros. Desde afuera se los
podía ver. De adentro, no.
Texto de mi autoría.
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