sábado, 21 de noviembre de 2015

NARRACIONES MÍNIMAS: Microclimax

Casi todos los días el empleado X llegaba tarde. Pero el jefe se  hacía el desentendido a pesar de que   la tolerancia no era su fuerte. Claro que había algunas razones: varias veces X lo había  sorprendido in fraganti. Modelo de esposo y padre de familia, perdía su compostura tentado por la lujuriosa empleada nueva. La joven no  daba muestras de demasiada eficiencia en el trabajo, pero  estaba dotada de una sensualidad felina. Un dato no menor:  la “novata” había ingresado, de buenas a primeras por obra y gracia de  intrincadas componendas a las que se veía obligado el jefe y que nadie sabía bien por qué. El empleado Z se quedaba a menudo con algún vuelto que compartía subrepticiamente con X a fin de que éste, que evidentemente gozaba de la buena predisposición del jefe, no lo delatara. La empleada Y, ejemplo superlativo de obsecuencia, se sentía desplazada por la “novata”.  No obstante, esperaba con cautela y siempre al acecho el momento propicio para reivindicar su mancillada autoestima. El empleado M se  consideraba en superioridad de condiciones respecto del jefe; de hecho no perdía ocasión de  agitar el título que había obtenido, a los tumbos, en una de las tantas universidades que los  otorgan a cambio de pagar una jugosa cuota, y hacía lo indecible para que los “ de arriba” repararan en el sobrevaluado pergamino que suponía  le permitiría dar el gran salto. El empleado R intuía muchas de estas tramas secretas, pero  su propensión al sudor y lágrimas le  enturbiaba la vista y, por si esto fuera poco, su sangre no aglutinaba  células de  rebelión. Y los empleados J y B  se la pasaban elaborando planes en conjunto para hacer saltar la banca en algún casino,  aferrados al  ardoroso sueño de  hacerse millonarios y liberarse, de una vez  por todas, del yugo laboral.   El cadete iba y venía por la ciudad llevando y trayendo papeles incendiarios que le venían bien para encender esos porros que lo transportaban en un viaje sin escalas hacia  un   prodigioso Nirvana. El ordenanza aprovechaba el horario en que todos emprendían la retirada para echar mano de resmas de papel, yerba, café y azúcar que vendía fuera de la oficina para paliar las angustias a que lo sometía su magro salario. El Jefe del jefe aparecía muy de tarde en tarde. Compromisos en el extranjero lo mantenían fuera de las mezquindades del aquí y ahora, pero no de otras.
La oficina semejaba una pecera. Paneles vidriados contenían el movimiento de unos y otros. Desde afuera se los podía ver. De adentro, no.

Texto de mi autoría.



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