sábado, 6 de julio de 2013

MIS CUENTOS: El violinista del subte.

Qué bien que últimamente han remodelado las instalaciones de los subterráneos.  El sistema de tarjetas resulta más práctico. No me gustan los colores estridentes con que pintaron algunas estaciones, pero las nuevas terminales están lindas. Y ni que hablar de la comodidad que significa llegar a casa desde el centro en un santiamén ... Sus ojos se detienen, en  los quioscos de golosinas con mil tentaciones para endulzar la vida,  y luego en los de diarios y revistas, abarrotados de información de todo tipo. Por un momento, el  omnipresente  televisor, destinado a acorralar desde la altura las miradas, se adueña de la suya.
   En el andén, una multitud espera  el arribo del convoy.  Como la formación lleva quince minutos de demora, puede advertirse cierta inquietud. Una especie de hormigueo,  similar a esos diseños tridimensionales con manchas que se alejan  y reúnen en puntos vagos. Fuera del movimiento general, están los que buscan desesperadamente un banco, los que dormitan en él con las cabezas gachas, los que permanecen  estáticos, con el pensamiento puesto quién sabe dónde. Todo un muestrario de rostros, de facciones, de poses y vestimentas.
   Al fin, desde el fondo del túnel llega el resoplido y la luz se abre paso en la sombría concavidad. El tiempo aletargado se dilata y  por detrás del brusco deslizamiento de las puertas aparece la masa humana, en un hacinamiento de barraca.  Y así, como al pasar, en medio del murmullo generalizado  emergen voces  opacas. Qué pesadilla, viajamos como ganado. Sardinas en lata. ¡Trenes de película! Sí, como los que llevan prisioneros rumbo a los campos de concentración… A las consabidas y exageradas  comparaciones se suman las  protestas sobre las deficiencias del transporte urbano. Todo dicho en un tono bajo, de  tal modo que pocos puedan escucharlo. Y en realidad casi nadie lo escucha porque otros ruidos interfieren o porque a  esa hora del día, la sordera es una armadura para seguir en pie. Después el silencio se impone y la gente, a  los codazos o con  cimbreante contoneo va encontrando un lugar en medio del no lugar. En cada estación, el amontonamiento se aligera y el  ánimo de los viajeros parece distenderse por efecto del tenue airecito de los ventiladores.
   Amelia lucha con los paquetes,  sin dejar de prestar atención a la cartera, que  sostiene por si acaso, contra el pecho. A poco de subir consigue un asiento.   Durante toda la tarde, ha recorrido oficinas tratando de resolver algunos asuntos pendientes y  se siente cansada. Para  gratificarse se compró un ramo de fresias. Las pondrá en el florero del living a modo de conjuro contra la rutina doméstica. Ya puede imaginarse el resplandor de las tonalidades reanimado por la claridad que entra por la  ventana. Por suerte su casa es luminosa. Seguramente el ramillete atrapará la atención del marido. ¡Qué lindo, compraste flores! Y después vendrá el abrazo. El delicado relieve del adorno natural, encenderá su amor. Ya puede imaginarlo. Un gesto de complacencia, a pesar de los años y los sinsabores. El se quedará mirándola  desde el otro lado del  ramo como a través de un jardín imaginario.
   Un niño desarrapado reparte estampitas. Pone atención en él. El chico actúa maquinalmente.  Como por fuerza de costumbre.   Las deposita sobre la falda de la gente. Poca ocasión tiene para entregarlas en mano. Muchos desvían la mirada tratando de evitar el doloroso espectáculo de esa cicatriz de quemadura que le surca el rostro y el  pedazo de oreja faltante. Su cara es como el reverso de las flores. Marchita y descolorida. No voy a darle dinero para no alentar la mendicidad, se dice Amelia, e inmediatamente extrae de su bolsillo el chocolatín que ha comprado para su hijo. El chico lo examina indeciso. En realidad, esperaba la plata, sólo la plata. A cambio de las figuras de santos o vírgenes nadie le da otra cosa. Igualmente no desprecia el regalo. Es más, hace un alto en su entrega y desenvuelve con parsimonia el dorado envoltorio. Rápidamente devora el chocolate y el ojo medio estirado por la deformidad  de la cicatriz brilla en un guiño de satisfacción, de imprevisto placer. Ella, en ese momento, desearía acunarlo porque el pequeño, de algún modo, es como si hubiera renacido. Por un instante, recuerda a Marcelo, cuando era bebé, entre los brazos, con una burbuja de leche en la punta de la nariz. A estas horas estará jugando en casa de su abuela. Aunque cuenta con un considerable número de  juguetes fáciles de transportar, lo que más lo divierte es pasarse horas frente a la computadora, fascinado ante los juegos electrónicos.  Así que puede imaginarlo refunfuñando por la falta de su habitual entretenimiento. Marcelo debe tener la misma edad que este niño, pero no... El pequeño callejero parece cargar sobre sus espaldas una pila de años y ahora que lo mira  con más detenimiento se da cuenta de que hasta renguea. Bamboleándose como un muñeco de trapo, se  aleja rumbo a la puerta que comunica con el otro vagón. Y se pierde entre el gentío. Y es nadie entre nadie.
   Qué difícil viajar en subte. Siempre le ha provocado una suerte de incomodidad estar en un lugar tan cerrado, con un techo de escasa altura y sofocante y,  para colmo, bajo tierra, donde la vista permanece como apresada. Sin paisaje a través de las ventanas. Imposible fijarla en alguien en particular. Cualquiera lo tomaría como una impertinencia o una provocación. Solo se puede repasar como al descuido los rostros y después, haciéndose la dormida intuir historias. Por ejemplo la de ese hombre joven, que está sentado frente a ella. Hace un rato nomás, lo vio observar de reojo, con cierta repugnancia,  al niño mendigo. Luego de removerse, incómodo, en el asiento volvió a hundirse en el diario que lleva abierto. Está anclado en la sección deportiva. A lo mejor trata a toda costa de entretenerse con algo para olvidar las presiones que sufre en el trabajo. De pronto, echa una ojeada hacia el interior del vehículo.  Como si volviera de un oscuro pantano. Las preocupaciones son cada vez mayores y está exhausto, piensa Amelia. A simple vista se advierte. Presume o imagina, por mera asociación con lo que a diario se escucha, que la cabeza del hombre es un hervidero donde a fuego lento se cocinan rumores de despido, exigencias de un jefe que no le llega ni a los talones – un digno exponente de los que trepan a través de artimañas de todo tipo -. Aunque, pensándolo bien, quizás no sea más que uno de los tantos ineptos atornillados a la silla de alguna repartición.
   A su lado, sobre la pana descolorida del asiento, ha quedado el papel brillante de la golosina.    Casi sin darse cuenta, lo toma entre sus dedos. Al manipularlo comienza a emerger la forma de un barquito, como los que solía depositar, cuando niña, en la alcantarilla los días de lluvia. Y la imagen recordada, no sabe bien por qué le trae  a la mente los libros de aventuras, que tanto le encantaban. Ante la pregunta ¿qué  te gustaría ser? , ella respondía invariablemente escritora o actriz. Adormecida por el ronroneo de las ruedas del subte ha vuelto a la infancia. El ruido  que anuncia la detención del vehículo la devuelve a la realidad. Sólo faltan  tres estaciones para llegar. Después aligerase de ropas, un buen baño, y a preparar la cena. Mañana, Dios dirá. La frase hecha golpea sus sienes y en un acto reflejo estruja el barquito, que va a parar, hecho un bollo, a los pies de una anciana,  sentada en el extremo del asiento.
   La señora se sobresalta, al sentir el roce sobre su empeine. Le recuerda a su vecina del “D”. Lee en sus ojos que algo placentero ha debido ocurrirle por estos días. Una fiesta sorpresa en su cumpleaños número ochenta, podría ser. Rodeada de todos sus hijos, inclusive el  mayor, que vive tan lejos, nada menos que en Estocolmo. Y los pocos hermanos que le quedan. La casa brillante, como envuelta en papel de regalo. Aunque algo acaso ha empañado su felicidad. Y se le nota. Claro, siempre hay alguien que falta o que sobra. Cuando se tienen años encima los festejos remueven ciertos olvidos y el pasado regresa demasiado de golpe. Y es increíble el vértigo que esto provoca.
   La anciana se levanta  con cierto esfuerzo y camina lenta, pausadamente hacia la puerta, pero,  antes de llegar, gira  su cabeza y la mira como si hubiera estado presintiendo que esa mujer de las fresias, de puro aburrida ha inventado una historia que la incluye.  Un hombre  que se dispone a descender  con el apuro la hace trastabillar.
-          Cuidado, hijo, que apenas puedo sostenerme.
   Amelia repara en  el individuo. Es un tipo que debe rozar los sesenta. Tiene toda la estampa del porteño endomingado. Algo hay en él de triste y alegre a la vez, piensa mientras entrecierra los ojos con el propósito de alejarse de sus propias preocupaciones, del quehacer cotidiano, del opresivo encierro  del viaje. Y entonces su incorregible inventiva pega un salto y comienza a hilvanar el melodrama que según su parecer se ajusta al personaje. En un salón donde se baila tango conoció a una mujer y va a su encuentro. Lleva años de difícil convivencia con su esposa. Del amor solo guarda un borroso recuerdo, que se reaviva cada vez que abre el cajón de su escritorio donde está la foto de la novia de los veinte años. Ajada y amarillenta como su vida. Sin embargo, “el fuego de la pasión” no se ha extinguido y cuando menos lo espera le parece ver sentada a la  antigua novia junto a la ventana del bar, con su aire ausente y esa sonrisa un poco nostálgica. Se ha puesto su mejor traje y la corbata de seda italiana, regalo de su hija. El subte es el lugar donde se siente más ajeno. Todos miran a otro lado. Pero, en pocos minutos, recobrará su nombre y señas personales y  si el destino no le juega en contra, junto a su compañera de baile tal vez redescubra el camino del deseo.
   El  presunto galán y la anciana  descienden y en ese preciso instante comienza a caer una lluvia de pétalos violetas. Papel picado con el nombre de un nuevo perfume. Novedosas tácticas de propaganda.
   El subte vuelve a arrancar. Quedan pocos pasajeros. De pronto, irrumpe el bochinche de un grupo de adolescentes. Tararean una música discordante, intercalando, de vez en cuando risotadas, insultos y gritos. En cada movimiento se desprenden de un pedazo de cáscara. Su alboroto se asemeja  al torpe aleteo  de los pollos. Predestinados como están a no ser más que centro del batifondo. En una de esas, a uno se le escapa un manotazo y el ramillete de fresias cae al suelo. Otro, al darse vuelta lo pisa y Amelia no puede más que arremeter con furia contra ellos. El resto del pasaje permanece indiferente. Su desmesurada reprimenda  ha desatado la risa burlona de los jóvenes que atropelladamente desaparecen tras la puerta del fondo. El subte se detiene en Los Incas.
    Fin del recorrido. En el piso han quedado las flores pisoteadas. Amelia, haciendo malabarismos con los bultos, se dispone a bajar. El enojo  ensombrece su rostro, unos minutos antes  de un color encendido.  Ha reaccionado como una niña a la que   le  hubieran arrebatado un  juguete y eso le da más rabia. Avanza hacia la escalera mecánica con lentitud. Todo le pesa. Y más aún haber perdido su ramo. Un montón de seres anodinos enfilan hacia la salida, de donde proviene una dulce melodía. A medida que camina, la música la va  envolviendo. Las notas traspasan su oído y es como si en su interior las flores ultrajadas recobraran su forma primigenia. Hasta le parece percibir su aroma y divisar sus contornos ribeteados por el rocío. Es un fragmento de Las cuatro estaciones. Sonidos resplandecientes rebotando contra el encajonamiento de los pasillos. Al trasponer los molinetes, semioculto detrás de una de las paredes de la otra salida  se encuentra el violinista. Todos pasan a su lado como si nada. Pero a él no parece importarle. Está concentrado en el manejo de su arco, en la docilidad de las cuerdas. A sus pies, en la funda abierta hay algunas monedas, aunque su improvisado concierto no tenga precio. Nadie lo aplaude y pocos reparan en su presencia. Pero en el sonido proveniente de su instrumento florece el ímpetu que Vivaldi  seguramente extrajo de la armonía natural. Debajo del silencio de la tierra, un joven  desconocido tensa su arco hasta alcanzar el cielo.
   Amelia  deposita unas monedas en el estuche y le da las gracias, aunque no sabe bien por qué. El muchacho por toda respuesta  ensaya una débil sonrisa. La música envuelve los  corredores y los pasajeros emparejan su paso con el ritmo. Cada uno en lo suyo, avanza desde el frío invernal de los pasillos hacia una primavera de compases fragantes. Impulsados por la suave melodía van subiendo por las escaleras hasta ganar la calle. Los últimos rayos de un sol  que se repliega, iluminan  tenuemente cada figura. Amelia se vuelve, como tratando de apresar con su capacidad auditiva, el sonido que la exime de la tensión subterránea. Sonríe con satisfacción. El violinista tiene un rostro sin pasado. Carece de  historia, de argumento. Desde sus manos brota esa sublime imperfección sonora que en mucho se parece a la libertad.




El cuento pertenece a la selección: Ramificaciones inesperadas y otros relatos.

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