Hombre condenado a dos escenas
atroces: la primera y la última. Espiar por el ojo de la cerradura, que es el ojo
de Dios (que nos estaba esperando) y descubrir al Otro, que también espía,
hacia atrás, hasta el fin de los tiempos.
Y todavía sufrimos por la puerta
que no nos animamos a abrir y por aquella otra que no debimos haber abierto
nunca.
Fuente: Trejo, Mario, Orgasmo y otros poemas, Buenos Aires, CEAL, 1989.
Qué bien que últimamente han remodelado las instalaciones de
los subterráneos. El sistema de tarjetas
resulta más práctico. No me gustan los colores estridentes con que pintaron algunas
estaciones, pero las nuevas terminales están lindas. Y ni que hablar de la
comodidad que significa llegar a casa desde el centro en un santiamén ... Sus ojos se detienen,
en los quioscos de golosinas con mil
tentaciones para endulzar la vida, y
luego en los de diarios y revistas, abarrotados de información de todo tipo.
Por un momento, el omnipresente televisor, destinado a acorralar desde la
altura las miradas, se adueña de la suya.
En el andén, una multitud espera el arribo del convoy. Como la formación lleva quince minutos de
demora, puede advertirse cierta inquietud. Una especie de hormigueo, similar a esos diseños tridimensionales con
manchas que se alejan y reúnen en puntos
vagos. Fuera del movimiento general, están los que buscan desesperadamente un
banco, los que dormitan en él con las cabezas gachas, los que permanecen estáticos, con el pensamiento puesto quién
sabe dónde. Todo un muestrario de rostros, de facciones, de poses y
vestimentas.
Al fin, desde el fondo del túnel llega el
resoplido y la luz se abre paso en la sombría concavidad. El tiempo aletargado
se dilata y por detrás del brusco
deslizamiento de las puertas aparece la masa humana, en un hacinamiento de
barraca. Y así, como al pasar, en medio
del murmullo generalizado emergen
voces opacas. Qué pesadilla, viajamos como ganado. Sardinas en lata. ¡Trenes de
película! Sí, como los que llevan prisioneros rumbo a los campos de
concentración… A las consabidas y exageradas comparaciones se suman las protestas sobre las deficiencias del
transporte urbano. Todo dicho en un tono bajo, de tal modo que pocos puedan escucharlo. Y en
realidad casi nadie lo escucha porque otros ruidos interfieren o porque a esa hora del día, la sordera es una armadura
para seguir en pie. Después el silencio se impone y la gente, a los codazos o con cimbreante contoneo va encontrando un lugar
en medio del no lugar. En cada estación, el amontonamiento se aligera y el ánimo de los viajeros parece distenderse por efecto
del tenue airecito de los ventiladores.
Amelia lucha con los paquetes, sin dejar de prestar atención a la cartera,
que sostiene por si acaso, contra el
pecho. A poco de subir consigue un asiento.
Durante toda la tarde, ha recorrido oficinas tratando de resolver
algunos asuntos pendientes y se siente
cansada. Para gratificarse se compró un
ramo de fresias. Las pondrá en el florero del living a modo de conjuro contra
la rutina doméstica. Ya puede imaginarse el resplandor de las tonalidades
reanimado por la claridad que entra por la
ventana. Por suerte su casa es luminosa. Seguramente el ramillete
atrapará la atención del marido. ¡Qué lindo, compraste flores! Y después vendrá
el abrazo. El delicado relieve del adorno natural, encenderá su amor. Ya puede
imaginarlo. Un gesto de complacencia, a pesar de los años y los sinsabores. El
se quedará mirándola desde el otro lado
del ramo como a través de un jardín
imaginario.
Un niño desarrapado reparte estampitas. Pone
atención en él. El chico actúa maquinalmente.
Como por fuerza de costumbre.
Las deposita sobre la falda de la gente. Poca ocasión tiene para
entregarlas en mano. Muchos desvían la mirada tratando de evitar el doloroso
espectáculo de esa cicatriz de quemadura que le surca el rostro y el pedazo de oreja faltante. Su cara es como el
reverso de las flores. Marchita y descolorida. No voy a darle dinero para no
alentar la mendicidad, se dice Amelia, e inmediatamente extrae de su bolsillo
el chocolatín que ha comprado para su hijo. El chico lo examina indeciso. En
realidad, esperaba la plata, sólo la plata. A cambio de las figuras de santos o
vírgenes nadie le da otra cosa. Igualmente no desprecia el regalo. Es más, hace
un alto en su entrega y desenvuelve con parsimonia el dorado envoltorio.
Rápidamente devora el chocolate y el ojo medio estirado por la deformidad de la cicatriz brilla en un guiño de
satisfacción, de imprevisto placer. Ella, en ese momento, desearía acunarlo
porque el pequeño, de algún modo, es como si hubiera renacido. Por un instante,
recuerda a Marcelo, cuando era bebé, entre los brazos, con una burbuja de leche
en la punta de la nariz. A estas horas estará jugando en casa de su abuela.
Aunque cuenta con un considerable número de
juguetes fáciles de transportar, lo que más lo divierte es pasarse horas
frente a la computadora, fascinado ante los juegos electrónicos. Así que puede imaginarlo refunfuñando por la
falta de su habitual entretenimiento. Marcelo debe tener la misma edad que este
niño, pero no... El pequeño callejero parece cargar sobre sus espaldas una pila
de años y ahora que lo mira con más
detenimiento se da cuenta de que hasta renguea. Bamboleándose como un muñeco de
trapo, se aleja rumbo a la puerta que
comunica con el otro vagón. Y se pierde entre el gentío. Y es nadie entre
nadie.
Qué difícil viajar en subte. Siempre le ha provocado
una suerte de incomodidad estar en un lugar tan cerrado, con un techo de escasa
altura y sofocante y, para colmo, bajo
tierra, donde la vista permanece como apresada. Sin paisaje a través de las
ventanas. Imposible fijarla en alguien en particular. Cualquiera lo tomaría
como una impertinencia o una provocación. Solo se puede repasar como al
descuido los rostros y después, haciéndose la dormida intuir historias. Por
ejemplo la de ese hombre joven, que está sentado frente a ella. Hace un rato
nomás, lo vio observar de reojo, con cierta repugnancia, al niño mendigo. Luego de removerse,
incómodo, en el asiento volvió a hundirse en el diario que lleva abierto. Está
anclado en la sección deportiva. A lo mejor trata a toda costa de entretenerse
con algo para olvidar las presiones que sufre en el trabajo. De pronto, echa
una ojeada hacia el interior del vehículo.
Como si volviera de un oscuro pantano. Las preocupaciones son cada vez
mayores y está exhausto, piensa Amelia. A simple vista se advierte. Presume o
imagina, por mera asociación con lo que a diario se escucha, que la cabeza del
hombre es un hervidero donde a fuego lento se cocinan rumores de despido,
exigencias de un jefe que no le llega ni a los talones – un digno exponente de
los que trepan a través de artimañas de todo tipo -. Aunque, pensándolo bien,
quizás no sea más que uno de los tantos ineptos atornillados a la silla de
alguna repartición.
A su lado, sobre la pana descolorida del
asiento, ha quedado el papel brillante de la golosina. Casi sin darse cuenta, lo toma entre sus
dedos. Al manipularlo comienza a emerger la forma de un barquito, como los que
solía depositar, cuando niña, en la alcantarilla los días de lluvia. Y la
imagen recordada, no sabe bien por qué le trae
a la mente los libros de aventuras, que tanto le encantaban. Ante la
pregunta ¿qué te gustaría ser? , ella
respondía invariablemente escritora o actriz. Adormecida por el ronroneo de las
ruedas del subte ha vuelto a la infancia. El ruido que anuncia la detención del vehículo la
devuelve a la realidad. Sólo faltan tres
estaciones para llegar. Después aligerase de ropas, un buen baño, y a preparar
la cena. Mañana, Dios dirá. La frase hecha golpea sus sienes y en un acto
reflejo estruja el barquito, que va a parar, hecho un bollo, a los pies de una
anciana, sentada en el extremo del
asiento.
La señora se sobresalta, al sentir el roce
sobre su empeine. Le recuerda a su vecina del “D”. Lee en sus ojos que algo
placentero ha debido ocurrirle por estos días. Una fiesta sorpresa en su
cumpleaños número ochenta, podría ser. Rodeada de todos sus hijos, inclusive
el mayor, que vive tan lejos, nada menos
que en Estocolmo. Y los pocos hermanos que le quedan. La casa brillante, como
envuelta en papel de regalo. Aunque algo acaso ha empañado su felicidad. Y se
le nota. Claro, siempre hay alguien que falta o que sobra. Cuando se tienen
años encima los festejos remueven ciertos olvidos y el pasado regresa demasiado
de golpe. Y es increíble el vértigo que esto provoca.
La anciana se levanta con cierto esfuerzo y camina lenta,
pausadamente hacia la puerta, pero,
antes de llegar, gira su cabeza y
la mira como si hubiera estado presintiendo que esa mujer de las fresias, de
puro aburrida ha inventado una historia que la incluye. Un hombre
que se dispone a descender con el
apuro la hace trastabillar.
-Cuidado, hijo, que apenas puedo sostenerme.
Amelia repara en el individuo. Es un tipo que debe rozar los
sesenta. Tiene toda la estampa del porteño endomingado. Algo hay en él de triste
y alegre a la vez, piensa mientras entrecierra los ojos con el propósito de
alejarse de sus propias preocupaciones, del quehacer cotidiano, del opresivo
encierro del viaje. Y entonces su
incorregible inventiva pega un salto y comienza a hilvanar el melodrama que
según su parecer se ajusta al personaje. En un salón donde se baila tango
conoció a una mujer y va a su encuentro. Lleva años de difícil convivencia con
su esposa. Del amor solo guarda un borroso recuerdo, que se reaviva cada vez
que abre el cajón de su escritorio donde está la foto de la novia de los veinte
años. Ajada y amarillenta como su vida. Sin embargo, “el fuego de la pasión” no
se ha extinguido y cuando menos lo espera le parece ver sentada a la antigua novia junto a la ventana del bar, con
su aire ausente y esa sonrisa un poco nostálgica. Se ha puesto su mejor traje y
la corbata de seda italiana, regalo de su hija. El subte es el lugar donde se
siente más ajeno. Todos miran a otro lado. Pero, en pocos minutos, recobrará su
nombre y señas personales y si el
destino no le juega en contra, junto a su compañera de baile tal vez redescubra
el camino del deseo.
El
presunto galán y la anciana
descienden y en ese preciso instante comienza a caer una lluvia de
pétalos violetas. Papel picado con el nombre de un nuevo perfume. Novedosas
tácticas de propaganda.
El subte vuelve a arrancar. Quedan pocos pasajeros. De pronto, irrumpe
el bochinche de un grupo de adolescentes. Tararean una música discordante,
intercalando, de vez en cuando risotadas, insultos y gritos. En cada movimiento
se desprenden de un pedazo de cáscara. Su alboroto se asemeja al torpe aleteo de los pollos. Predestinados como están a no
ser más que centro del batifondo. En una de esas, a uno se le escapa un
manotazo y el ramillete de fresias cae al suelo. Otro, al darse vuelta lo pisa
y Amelia no puede más que arremeter con furia contra ellos. El resto del pasaje
permanece indiferente. Su desmesurada reprimenda ha desatado la risa burlona de los jóvenes
que atropelladamente desaparecen tras la puerta del fondo. El subte se detiene
en Los Incas.
Fin del recorrido. En el piso han quedado las flores pisoteadas. Amelia,
haciendo malabarismos con los bultos, se dispone a bajar. El enojo ensombrece su rostro, unos minutos antes de un color encendido. Ha reaccionado como una niña a la que le
hubieran arrebatado un juguete y
eso le da más rabia. Avanza hacia la escalera mecánica con lentitud. Todo le
pesa. Y más aún haber perdido su ramo. Un montón de seres anodinos enfilan
hacia la salida, de donde proviene una dulce melodía. A medida que camina, la
música la va envolviendo. Las notas
traspasan su oído y es como si en su interior las flores ultrajadas recobraran
su forma primigenia. Hasta le parece percibir su aroma y divisar sus contornos
ribeteados por el rocío. Es un fragmento de Las cuatro estaciones. Sonidos
resplandecientes rebotando contra el encajonamiento de los pasillos. Al
trasponer los molinetes, semioculto detrás de una de las paredes de la otra
salida se encuentra el violinista. Todos
pasan a su lado como si nada. Pero a él no parece importarle. Está concentrado
en el manejo de su arco, en la docilidad de las cuerdas. A sus pies, en la
funda abierta hay algunas monedas, aunque su improvisado concierto no tenga
precio. Nadie lo aplaude y pocos reparan en su presencia. Pero en el sonido
proveniente de su instrumento florece el ímpetu que Vivaldi seguramente extrajo de la armonía natural.
Debajo del silencio de la tierra, un joven
desconocido tensa su arco hasta alcanzar el cielo.
Amelia
deposita unas monedas en el estuche y le da las gracias, aunque no sabe
bien por qué. El muchacho por toda respuesta
ensaya una débil sonrisa. La música envuelve los corredores y los pasajeros emparejan su paso
con el ritmo. Cada uno en lo suyo, avanza desde el frío invernal de los
pasillos hacia una primavera de compases fragantes. Impulsados por la suave
melodía van subiendo por las escaleras hasta ganar la calle. Los últimos rayos
de un sol que se repliega, iluminan tenuemente cada figura. Amelia se vuelve,
como tratando de apresar con su capacidad auditiva, el sonido que la exime de
la tensión subterránea. Sonríe con satisfacción. El violinista tiene un rostro
sin pasado. Carece de historia, de
argumento. Desde sus manos brota esa sublime imperfección sonora que en mucho
se parece a la libertad.
El cuento pertenece a la
selección: Ramificaciones inesperadas y
otros relatos.