La paloma es un ave que ha
respondido tradicionalmente a un modelo. Diferente en su trayectoria de otros pájaros, fue símbolo de la paz, de la
delicadeza y la inocencia. Noé envió una
paloma, después del Diluvio, en busca de tierra firme donde atracar y ésta
regresó con una salvadora rama de olivo en su pico. Y entonces las aguas
comenzaron a retirarse. Poetas y
pintores no dudaron en darle cabida en sus obras y en representar a través de
su emplumada figura los más tiernos y enaltecedores sentimientos. Las tórtolas,
más pequeñas y dóciles, son una variante familiar. A los amantes se los suele
llamar “tortolitos” por su entrega amorosa y la fidelidad que tal vínculo
entraña.
El simbolismo de libertad no
puede atribuirse exclusivamente a ella, sino
a la mayoría de los seres alados. La capacidad de vuelo y el ascenso a
las alturas se transforma, por intermedio de un pase racional, en imagen de
soltura, de desasimiento, en fin, de liberación.
En la actualidad, sin embargo, la
paloma ha perdido ese privilegio y, lejos de esa aura sutil y prestigiosa, se
ha convertido en una especie de peste a la que la gente teme y rechaza. He
visto a personas correr despavoridas cuando se acerca una bandada o cuando, con
un vuelo bajo, rozan casi agresivamente sus cabezas. Sentarse bajo un árbol en
una plaza se ha vuelto un peligro: nadie querría ser coronado con la arrojadiza diadema de su excremento.
Del mismo modo, muchos buscan alguna lejanía prodigiosa, en lo que a mantenerse
a salvo se refiere, cuando se trata de estacionar vehículos. La deposición
corroe la pintura de la carrocería. Otros protegen cornisas o pechos de ventanas con unas cintas
de finísimos pinches con el objetivo de desalentar su presencia en tales
lugares. A través de la diseminación de sus deyecciones se transmiten
enfermedades. Esto constituye, indudablemente, otro motivo para evitarlas. Y ni hablar de su ominosa profanación
de edificios y monumentos de valor cultural.
¿A qué se debe este cambio? ¿Qué fue de la
amigable avecilla?
Las palomas abundan en las
grandes urbes. El zureo, más que a un
arrullo, se parece a una música
amenazante, una suerte de letanía áspera. Ajenas, torpes y desorientadas buscan
en los desperdicios su alimento, que puede estar compuesto por las más variadas
sustancias. Restos de la llamada “comida basura”, que ingieren los humanos, se
han sumado a su dieta. Evidentemente han cambiado sus hábitos. De surcar la
inmensidad celeste donde eran “alguien”,
han pasado al amontonamiento ciudadano. De frugívoras, han pasado a ser
omnívoras. De ser emblema de armonía, a
convertirse en el pavoroso signo del acecho y la suciedad.
Picasso cartelista. Congreso Mundial de la Paz, 1949. Litografía |
René Magritte. La gran familia, 1963. |
Es triste verlas colgadas de los
hilos que la intrincada madeja
comunicacional tiende por sobre los techos. Se las ve oscuras como cuervos. Con
el pico afilado de tanto roer bazofias
de todo tipo, con las alas caídas de tanto tropezón contra el cemento, con las
plumas pestilentes de tanto hurgar en los basureros y alcantarillas. ¿Cómo ver
en ellas a la paloma de Picasso o Magritte? Esta nueva versión supera en mucho a la desencantada imagen que Rafael Alberti plasmó en un poema que Serrat musicalizó: “Se
equivocó la paloma …”.
He aquí cómo mucho de lo que
conocemos y creemos percibir con claridad cambia de rumbo. Y el carácter
simbólico de nuestra apreciación se destiñe y se tizna con más frecuencia de la
que podríamos imaginar. La paloma sigue siendo el mismo animalito alado, perteneciente a la especie de
las colúmbidas, que los latinos
denominaron : palumba y los griegos: πελεια, y a la que, según se cuenta,
Venus llevaba en su mano y ataba a su carro. Domesticada, ha perdido su semblante auroral, su vuelo trascendente, su
impronta de nobleza. Domesticar es reducir. Y su gracia silvestre se ha
reducido al mermado punto de vista de su domesticador. En su apariencia de ave
rapaz se encierra, sin duda, otra faceta de lo simbólico. La paloma actual no
es un albatros al estilo baudelaireano. Carece de dotes poéticas y le sobran
motivos para parecerse a un carancho. Están al acecho. Solitarias y marginales.
Disgregadas de su naturaleza gregaria. Amenazándonos con su vuelo rasante, con
su resentimiento alucinado.