I.- De un momento a otro
Había bajado al río. ¿O el río había bajado hacia ella? Un poco más adelante, su hermano caminaba en compañía de un amigo. De tanto en tanto, se colgaban de las ramas imitando a Tarzán o hurgaban la tierra en busca de insectos o piedritas. Ella había quedado rezagada. En realidad, los chicos no le daban demasiada cabida. Además, ese día tenía menos ganas que nunca de compartir sus juegos. Le pesaba un poco el estómago y de vez en cuando la acometían puntadas en el bajo vientre. Más “dormida” que de costumbre. Sentada sobre una elevación del terreno observaba el movimiento lento de las aguas. Con una ramita escribió su nombre sobre un sector que previamente había alisado. Eliana. Al revés que el hermano, era poco propensa a la actividad, un poco apática. Como se dice vulgarmente, metida para adentro, y en ese preciso momento, más melancólica que nunca. Tal vez porque no se sentía del todo bien. Con esas molestias en la panza. Si hasta le parecía que tenía ganas de vomitar. Tal vez era la rompiente lo que rugía en su interior. Y sin embargo casi no había ondulaciones allá abajo, en el río. La luz chillona del sol mantenía el paisaje en vilo. Como si todo estuviera entre la quietud y el movimiento. Hasta los pájaros. No había brisa. Más adelante los juncos y camalotes configuraban una mancha parda, extendida como por efecto de un pincel invisible sobre la superficie vidriosa. Allí donde se había tendido, árboles de espesa fronda la cubrían de sombra, una sombra que la aletargaba. Cuando casi estaba por quedarse dormida, un ruidito adentro, en las tripas la despertó. Los dos chicos se habían perdido entre las matas y sólo se escuchaban sus gritos. El río se filtraba entre las piedras provocando un sonido muy leve, una especie de susurro líquido. ¿Me habré hecho pis?, pensó mientras se removía un poco en el lugar pero sin levantarse. Como si estuviera pegada al piso. Algo húmedo había debajo de su cuerpo. Seguro me acosté sobre un charco, siempre la misma pavota, se reprochó, y fue como si estuviera escuchando las palabras de su madre cuando la retaba. Es la edad, decía la abuela que como era más viejita entendía todo de otra manera. A decir verdad, ella era distraída, siempre estaba un poco como en la luna, pero desde hacía un tiempo, peor que nunca. Claro, se sentía medio desubicada. Las muñecas la aburrían, los juegos con el hermano tampoco le agradaban. Los varones se vuelven tan estúpidamente violentos, siempre midiendo su destreza física, colgándose de los árboles o anudados como yudocas. A la misma edad los chicos son más inmaduros que las chicas, le había oído decir a la maestra y si bien no entendía demasiado qué significaba eso, se daba cuenta de que había una especie de barrera entre el mundo interno del hermano y el suyo. No estaba tampoco como para novios. Le gustaba cuando alguno de los chicos le sonreía con cierta intención, pero, niña aún en el corazón y las entrañas, se amilanaba ante cualquier acercamiento. De repente un hilo líquido se deslizó entre sus piernas. Como si el río hubiera subido y un poco de su caudal se estuviera arrastrado por sus muslos. Saltó de golpe. Parecía como que la hubiera picado un bicho. En el lugar donde había estado echada, brillaba una mancha rojiza. Pasó el dedo y luego, instintivamente se bajó la bombacha. ¡Ay, que susto! No se había lastimado con nada. Si había estado todo el tiempo allí, bastante quieta. Pero esos retorcijones. Ahora le parecía que se iba a desmayar, aunque sólo llegó a tambalearse un poco. ¿Me habrá venido? La madre no le había dicho nada. Era tan seca, la pobre. Pero algo había escuchado por ahí. Siempre se escuchan esas cosas. ¿Me habrá venido? Repitió, tal vez tratando de convencerse. Quiso gritar, llamar al hermano, contárselo. No, eso no se les dice a los varones. Además ellos qué saben. Y ahora sentía que la sangre bajaba como un río silencioso entre sus piernas. Te hiciste señorita, seguro que le iba a decir la abuela cuando se enterara. La abuela decía así. Parada contra un tronco miró hacia la barranca. Soy mujer, se dijo. Y las palabras comenzaron a descender por su cuerpo hasta llegar al pubis.
II.- En el momento menos esperado
Iba para lo de Vanina, mi amiga del colegio. Mi mamá me había pedido que le comprara fideos. A la vuelta, mejor, porque si no se va a hacer tarde. Teníamos que completar una tarea. Una cosa de matemáticas medio difícil. Iba caminando nomás. Y después, cuando llegué me dije. Alguien había dejado el cuchillo. Arriba del tacho de la basura. Me acuerdo que me caí o me empujaron. Tengo un lío en la cabeza. Me faltaban unas cuadras para llegar. Un miedo. Sí. Pero también tenía rabia. Envuelto en trapos. Cada vez que me miraba, volvía ese fuego en la boca del estómago. Me daba asco. De noche, cuando se apagan las luces, lo veo. Siempre con su ojitos mojados. A los dos los veo. Y escucho que llora y también escucho lo que me dice en la oreja mientras me muerde y me lame. Claro, porque yo no me podía mover. Y encima me pinchaban las basuras del terreno baldío. Y fue en esa madrugada en que no me podía dormir. Salí al patio. Y arriba del tacho. No, en realidad ya lo tenía preparado. Debajo de la almohada. Me tapó la boca. Para que no gritara. Ya sé, ya sé que era un chico. Un inocente dicen. Nunca fue inocente. Me lastimó. Perdí tanta sangre y unos dolores mucho peores que cuando me viene. Yo tenía. Tenía las manos en la espalda. Y él con todo su cuerpo. En cambio yo nada. O golpes al aire que es lo mismo que nada. Con todo el peso. Como un elefante, un hipopótamo. Una tonelada de carne podrida. Después vomité. Le vomité la ropa. Ya estaba harta de ese olor a leche cortada. En cuatro días de vida había largado todo. Yo no podía más. Me revolvía por dentro. Ya estaba medio oscurito cuando volvía y encima me demoré más al pasar por el almacén. Sí porque en realidad, nos quedamos charlando con Vani después de la tarea. En la calle no había gente. Son medio solitarias esas cuadras. Nadie lo quiere. Se creen que no me doy cuenta. Mamá me deja la ropita. En una pila, sobre la cómoda. Mi hermano ni lo mira. Yo creo que es un renacuajo. Un sapo, feo y arrugado. La cara tan parecida. Tenía una cicatriz debajo del ojo que se le fruncía. Sudaba el asqueroso y las gotas de transpiración me caían en la cara, cerca de la boca. Se mezclaban con mi saliva. No quiero que me succione. No quiero darle nada de mí. Eran unas palabras, palabrotas inmundas las que decía. Yo era virgen. Como la virgencita de la gruta donde va mi abuela a rezar. Nunca había tenido novio. Me gustaba un chico de la vuelta. Pero sólo hablamos dos o tres veces. Me apuntó a la altura del cogote. Después me arrastró de los pelos. El miedo me había enredado la lengua y tenía como un pedazo de piedra en la garganta. Cada vez que me miraba en el espejo, él estaba ahí. Como escondido entre el vidrio y la pared. Lo peor: no pude hablar. A pesar de bañarme me sentía sucia y las manos me habían dejado marcas en la piel. O a mí me parecía. Mamá dijo mejor no le digas a tu padre, ni a nadie. En cambio la enfermera ésa del hospital me insistía cada vez. Tenés que poner la denuncia. Cada día estaba más flaca. Y dejé de ir a la escuela. Había desaparecido. Yo sólo me acordaba de la cara roja, sudorosa y los golpes que me daba para que me callara. Y no lo quise. Cuando me fui poniendo redonda y sentía arcadas era como que ya adivinaba su cara de sapo. Porque no era otra cosa. Si los sapos te mean en los ojos te dejan ciega, decía muchas veces mi hermano. El los pinchaba con agujas para hacerlos explotar. Una diversión que tenía. Al principio no lo sentí. Y me daba ánimos pensando que cuando se me pasara el susto, no habría nada más. Pero, no. Clavé el cuchillo. Y el otro volvió. Era como que volvía para repetir lo de aquella noche en el baldío. Y pensar que estaba a mitad de camino entre lo de Vani y mi casa. La sangre me salpicó y lo dejé caer. Como si fuera un pedazo de bofe. Blandito y pegajoso. Yo no fui. Fue él con su sevillana. Primero en el cuello, después rozándome las tetas. Pero los dos me habían lastimado allá abajo. ¿Cómo iba a quererlo? Si había llegado a mí con tantos golpes e insultos. Quién dice que no son lo mismo. Que no eran una misma tenaza hurgando, sacándome de adentro las ganas de todo. Cuando lo levantaron del suelo, yo me había ido a mi pieza a pensar y me vino como una catarata de lágrimas. Y encima mamá fue y me agarró de las mechas. ¡Qué hiciste! ¡Qué hiciste! Nunca había llorado hasta ese momento. Estaba seca. Desde aquel día, como si me hubiera muerto. Y después, con ese cuchillo que guardé entre las sábanas me mató. Cuando se lo clavé. Sí, aunque ahora me parece mentira. Un mal sueño, qué digo, el mismo infierno. Nunca. Ni a una mosca. Zumbido en los oídos, cabeza como llena de ruidos, de portazos, gritos y hasta aullidos de perro. De perro, sí. Miles de perros llenando la noche, borrando la luz del amanecer. Un vómito violeta. El coágulo abierto como una boca. Tragándome. Caí, una y otra vez. Hasta que dejó de llorar. De llorar aquí adentro. Y no me animé a levantarlo. Mejor dicho, no quise. Ya no me iba a joder más. No. La sangre se había pegoteado por todos lados. Los demás no supieron qué hacer…
III.- El momento del presente imperfecto
OTRO CASO DE FILICIDIO
Fue declarada culpable la joven Eliana Aballini. Se la condenó bajo el cargo de homicidio agravado por el vínculo. La defensora, designada de oficio, apeló la sentencia por tratarse de una menor. Dadas las circunstancias que desencadenaron el fatal desenlace, podría ser sometida a pericias psiquiátricas. Hasta el momento se encuentra detenida en la unidad…
No hay comentarios:
Publicar un comentario