Le llevó tiempo tomar la decisión. En realidad, se le fue imponiendo. No se trataba de una idea persistente, sino más bien una especie de luminaria que aparecía de tanto en tanto en su mente. Aunque, a decir verdad, tal vez sea exagerado usar ese término. Chispas, llamitas incisivas que, de vez en cuando, giraban enredadas entre sus razonamientos más simples, sin que lo pudiera evitar. El impulso no dejaba de ser contradictorio, ya que de hecho lo privaría del placentero y, a simple vista, inofensivo entretenimiento con que ocupaba sus ratos libres.
Iba a hacer diez años que estaba como encargado del edificio. Aunque tedioso, el trabajo no era demasiado exigente. Pero, eso sí, le dejaba algunas horas muertas. Para aliviar el aburrimiento, se había aficionado a los pájaros. Pensándolo bien, tal vez desde mucho antes, de su infancia en un pueblo de la provincia de Santa Fe, provenía su afición ornitológica. En el cuarto de las escobas y los utensilios para el aseo, depositaba, cada noche, las jaulas. La oscuridad del lugar protegía el sueño de esos seres volátiles despojados de la tibieza de un nido. Y cada mañana, las volvía a sacar y las colocaba sobre un estante vacío en una de las oficinas desocupadas del último piso. Allí, los bichos podían disfrutar de abundante sol y luz durante el día. Antes los tenía a casi todos en un enorme jaulón, pero después se dio cuenta de que era difícil para limpiar. Además como había aves de distinto tipo, las jaulas de menor tamaño permitían tenerlas agrupadas por clase y hábitos alimentarios.
Permanecía largos ratos contemplándolos, mientras escuchaba con atención su canto. Le encantaba verlos aletear, batir el aire con sus plumas de seda. Y también sus colores. De vez en cuando les revisaba el plumaje y los tomaba entre sus manos ásperas para sentir el roce de sus blandos cuerpos. Cada uno tenía su particularidad, su propia modulación, su ritual de vuelo. A veces, mientras les daba de comer o limpiaba las jaulas, su vista escapaba hacia la calle. No podía evitar la manía de acercarse a la ventana. Asomado a la baranda, muy próxima a la abertura, observaba el ir y venir de la gente, las entradas y salidas del edificio de oficinas, las repetitivas ceremonias barriales. El movimiento de los empleados. Por más distraído que estuviera no dejaba de advertir que esos hombres y mujeres no podían despegarse de las rutinas y diálogos previsibles, reiterativos. Las bromas de siempre. El arrastre fatigoso de sus pies, las palabras, con frecuencia, un poco filosas, los rostros macilentos y el semblante agrio.
Esa mañana, mientras bajaba en el ascensor se encontró con varios oficinistas del segundo piso. El diálogo entrecortado le trajo a la cabeza el recuerdo de los pájaros. A veces giraban en un vuelo contenido; picoteando aquí y allá, se remojaban con desesperación en el recipiente del agua. De pronto, alguno, detenido en el palo de sostén, clavaba sus ojos en los barrotes y luego, de un modo nervioso, los revoleaba como dos bolitas encendidas. Otro más cocorito le lanzaba un chillido punzante mientras se arrojaba sobre el comedero.
- ¿Te enteraste de la novedad?
- ¿Lo de Juarez?
- Sí, parece que las ganas que le tenía al cargo se las va a tener que meter ya sabés donde.
- Van a traer a otro de afuera.
- Un ahijado de Marquetti
- Era previsible. ¿ Y ahora, qué va a hacer?
- Preguntáte qué vamos a hacer nosotros o qué va a ser de nosotros porque aunque Juarez no es una garantía, más vale malo conocido que bueno por conocer...
El ascensor había llegado a la plata baja y los hombres enfilaron hacia la salida. Pedro pensó que al pajarraco ese que había traído de Zárate le hubiera hecho falta más espacio. Era muy levantisco y tenía a mal traer a los otros. En realidad, a todos les hacía falta más espacio. Al cruzar el hall de entrada pudo divisar, en el rellano de la escalera, a la ayudante de limpieza. Estaba de pie, al lado de los baldes, con una franela colgando del brazo. Con la otra mano sostenía el celular, que apretaba contra la oreja. Había hecho un alto en su trabajo y parecía muy concentrada en la charla telefónica. Y era como si una de las cotorras de color verde grisáceo se asomara entre los arabescos de la baranda. Su parloteo desafinado se ahuecaba en el oído de Pedro. Entre otras de su especie se distinguía por el pico suelto y las patitas enclenques. También por esa lentitud casi enfermiza con que parecía anunciar cada desplazamiento.
- Hola, Nancy, ¿me escuchás? (…) Hola, ah... ¿ahora, sí? Es que te estoy hablando desde la entrada y hay un poco de ruido de la calle. Te llamo por lo de Luis. No te vayas a creer que yo tuve nada que ver. (…) ¿Me escuchás? Ah...bueno... como te quedaste callada. Sí, vos sabés bien como soy. Yo no le dije nada de lo tuyo. Te lo juro. No tengo por qué mentirte. Además aunque ahora me quedé sola no te creas que me voy a meter con él.(…) ¿Que yo le conté lo tuyo? ¡Estás loca! Pero si con la Tere no hablé. (…) No, tampoco. ¿No te lo dije? ¡Qué cabezona que sos! (…) Sí, el lunes, si puedo voy. Tengo mucho trabajo, pero bueno... trataré. ¡Escuchame! ¿Me escuchás? (…) No, es muy tarde. No llego. Vos sabés que el tren tarda un montón. Si tenés que salir, no me esperes. Voy otro día. (…) ¡No, no insistas con lo de Luis! Y al fin de cuentas ¿a vos que te importa? Dejáte de joder...
- Y, señora, ¿podemos pasar o tenemos que seguir esperando? –interrumpió uno de los hombres que trataba de subir con pesados embalajes.
- Justo ahora, ¿no ve que estoy limpiando?
- ¡Limpiando..! Es que el encargado nos dijo que no se podía usar para esto el ascensor.
- Norma, ese no es el lugar para hablar por teléfono. Los hombres tienen que subir y usted les impide el paso. Ya sabe que en el ascensor no se puede poner cosas pesadas porque tiene algunas fallas y todavía no vino el equipo de mantenimiento – intervino Pedro.
La voz de la otra quedó vibrando en el teléfono. Un sonido agudo como el de una casette que se desenrolla aceleradamente. Palabras vacías. Descascaradas. El graznido punzante y afilado se colaba por los orificios del auricular, y se diluía en la maraña de ruidos provenientes del exterior. A Pedro le pareció percibir un olor fétido, como a caca de pájaro, a pluma sucia. Bajaba por el hueco de la escalera y se le metía por las fosas nasales. Se acordó de que era la hora de higienizar las jaulas, cambiar el agua de los bebederos, agregar alpiste y alguna hoja de lechuga para los canarios. En eso estaba cuando entraron algunos empleados del quinto cargando un televisor. Pedro los miró intrigado. Ellos se apresuraron a aclarar:
- Es que hoy juega Boca – agregando por lo bajo – como el ingeniero se fue de viaje... Ya sabe: cuando el gato no está, los ratones se divierten...
Una brusca frenada, seguida de un ruido a hierros retorcidos lo desviaron de su camino. En vez de subir, salió a la calle. En la esquina ya se iba agolpando la gente. Lejano y persistente le llegaba el griterío de los pájaros. Sin duda, pensó, claman por un poco de limpieza. Pero el accidente callejero lo atraía de tal modo que lo otro podía esperar. Al acercarse vio que el coche tenía el parabrisas destrozado y la trompa echa un nudo. Había dado de lleno contra una columna de alumbrado. A los pocos minutos llegó la ambulancia. El conductor estaba desvanecido y le chorreaba sangre de la nariz. Se quedó haciendo número entre los curiosos, mientras los médicos y ayudantes sacaban con precaución al herido y lo depositaban en una camilla. Trataban por todos los medios de reanimarlo, pero los intentos resultaban vanos. Mientras trajinaban con el paciente, hacían comentarios en voz baja. Trinaban de lo lindo.
- Fíjese, doña Matilde, esto pasa porque hoy se vive apurado. Van a toda velocidad por la calle como si fuera una carretera.
- Sin embargo parece que no venía tan rápido. Algo escuché de que se había quedado como dormido. Vaya a saber...
- No señora, según le oí decir a los médicos, aparentemente tuvo un desmayo y por eso chocó. – intervino un viejito que seguía las alternativas tan de cerca como si el accidentado fuera un pariente.
- ¿Un desmayo?
- Sí - se apresuró a acotar el joven que manejaba una motocicleta de delivery – Algo dijeron de un ACV.
- ¿Y qué es eso, si se puede saber? – inquirieron las señoras.
- Un accidente cerebro vascular. Perdió la conciencia de golpe y fue a dar contra el poste. – aclaró el muchacho.
- Más a mi favor lo que yo decía, doña Matilde. Demasiado vértigo. Mire cómo vivimos. En menos que canta un gallo perdemos la cabeza y vea usted a dónde vamos a parar.
- El estrés que le dicen. – completó la idea la otra mujer.
Pedro escuchaba los comentarios en silencio. Casi sin querer, sus ojos se clavaron en los cables que surcaban la altura, donde unas cuantas palomas hacían equilibrio. Nunca había tenido ganas de tener una. Hubiera sido un disparate enjaularla. Imposible la convivencia con zorzales, torcazas, canarios, mirlos, cotorras y gorriones que formaban su colección. También tenía un tucán y un loro. A este último lo dejaba suelto y solía colgarse de las agarraderas de un viejo perchero. Nuevamente emergía en su cerebro la escena de vuelos contenidos, el borboteante sonido de los cantos, el arcoiris plumífero. Una vez que arrancó la ambulancia, cuando se disponía a regresar, otro tumulto en la esquina opuesta atrajo su atención. Un par de jóvenes se había trenzado en una pelea. El resto del grupo, lejos de separarlos parecía divertirse con el entrevero. Las botellas de bebida pasaban de mano en mano.
- Fíjese usted cómo está la juventud. En plena mañana ya le dan al trago. ¡Cómo llegarán a medianoche! – el comentario provenía del encargado del edificio vecino, quien, por darse un respiro en sus quehaceres, también formaba parte del grupo de curiosos.
- Ya no hay respeto por nada. – alcanzó a decir y la frase repetida le sonó a cháchara de loro.
- No dejan de pegarse y nadie interviene. Claro, quién se va a querer meter. – volvió el otro a la carga.
- Son cosas de muchachos. – agregó en tono un poco más conciliador - ¿Usted nunca se vio envuelto en una de esas, en sus años de mozo?
- Sí pero ahora le dan al escabio que da calambre. Y decir escabio es quedarse corto porque más de uno anda con la mente trastornada. No crea que solo se contentan con la bebida. Lo peor de todo es que pierden el control – insistió el otro.
- Que va a hacer, tiempos modernos. – otra vez se le escapaba una opinión, ahora más parecida al cacareo de una gallina vieja.
Entró en el edificio sin decirle ni hasta luego al vecino. Ya estaba harto. Las dos situaciones habían postergado su determinación de ir a ver a sus pobres pajaritos. ¡Pichoncitos de Dios! Relegados por esta curiosidad ciega que lo había llevado a observar con la pasividad de un ave enjaulada, la locura estallando por todas partes.
Llamó el ascensor y mientras esperaba le pareció que un temblor de alas le oprimía el pecho. Al abrirse la puerta, salió la escribana Ruffini, tan apurada que casi se lo lleva por delante. Tenía el rostro descompuesto y los ojos inflamados. La acompañaba el hijo.
- Te parece lo que me hiciste. ¿Y si ahora me quitan el registro?- ambos se detuvieron en el hall sin tener en cuenta a la gente que entraba y salía.
- No exageres. Fue una equivocación. Una desprolijidad como quien dice...
- Sos un chanta, pero en esto se juega mi reputación. Esta vez te pasaste de la raya.
- Vos dramatizás todo. Lo llamo a Etchevarne. Alguna solución nos va a dar. Nunca nos ha fallado. Con un poco de plata se arregla.
- Para vos todo es fácil. ¡Irresponsable, tarambana!
- Si acá no pasa nada. Ya vas a ver...
Pedro se había quedado mirándolos sin disimulo. De pronto, le pareció que la Ruffini le echaba una ojeada digna de una lechuza. Tampoco nunca le había dado por ese tipo de pajarracos nocturnos. De mal agüero, pensó mientras giraba sobre sus talones y se metía en el ascensor.
Al llegar al último piso, entró en la oficina desocupada. Parado junto a la puerta, como en suspenso, siguió con la mirada, durante un largo rato el ir y venir de los pájaros en las jaulas. Era un movimiento nervioso, convulsivo. Los chillidos se multiplicaban en el cuarto vacío y daban la sensación de un eco furioso. Las aves chocaban contra los barrotes y los cabezazos producían un ruido hueco y sombrío. En sus ojitos refulgía, llameante, el sol que entraba por la ventana. Se había derramado el agua y el alpiste había saltado de los comederos. El olor a excrementos era nauseabundo. Salió con la intención de ir a buscar los elementos de limpieza, pero algo, tal vez uno de esos chisporroteos mentales que últimamente le encendían el ánimo, lo hizo volver sobre sus pasos. Sin pensarlo dos veces, abrió las puertas de las jaulas. Los pájaros, queriendo salir, se amontonaban. En la pugna perdían plumas, y al resbalar, se encharcaban en la suciedad. Pronto la habitación se llenó de aves que volaban como a ciegas. La lámpara comenzó a bambolearse. Una algarabía fenomenal parecía invadir el lugar. Pedro abrió las ventanas. Algunos, acostumbrados al encierro, no se decidían a trasponer la apertura hacia el cielo. Otros, en cambio, escapaban con prontitud de rayos. Después de un rato, todos parecieron comprender en su mínima inteligencia que el aire libre los esperaba. Las últimas en ascender fueron las cotorras, ramillete multicolor que contrastaba con el tono apagado de los ramajes. Ya en las alturas, atravesaron una y otra nube. Y con el alboroto del vuelo pareció encenderse, a ras de la gris aureola de smog, una luz de guiño.
Fuente: Arostegui, María Cristina, Perfiles urbanos (inédito). Registrado en la Dirección Nacional de Derechos de Autor.
Fuente: Arostegui, María Cristina, Perfiles urbanos (inédito). Registrado en la Dirección Nacional de Derechos de Autor.
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