Hace cerca de tres años que me
mudé a donde vivo. Una casa con jardín. Nunca en mi vida -que ya ha pasado el medio siglo- había
gozado de una proximidad con la
naturaleza como la que me brinda mi actual hogar.
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Con solo abrir una ventana veo el
cielo, el verdor del follaje, el vuelo de los pájaros, el colorido de las
flores. Y si camino unos pocos metros con los pies descalzos me interno en la
crujiente y mullida grama. Y si giro para un lado y otro, observo los brotes
que asoman, los nidos que se arman sobre la horqueta de una rama, las hormigas
en fila india, los brillos estelares. Y
si hurgo en la tierra, descubro su oscuridad, la húmeda entraña donde se
enroscan fervorosas lombrices. Y si apresto mis oídos, escucho la musical
disonancia del murmullo de esa urdimbre de seres surgidos por obra y gracia de
la fecundidad.
En mi caso, tener un jardín no
solo representa un amable entretenimiento. No contamos con jardinero (somos de
una modesta clase media y no esquivamos
–a pesar de la edad- el trabajo-), así que para que ese vergel no se transforme
en una intrincada selva, en un lodazal o un baldío, debemos disponer de nuestras fuerzas físicas y anímicas para
cuidarlo. El trabajo con la tierra es duro y requiere de constante atención. Una labor, en apariencia
áspera, que demanda de un tiempo y una mano propensa al cultivo. Pero la
energía puesta en ella retorna hacia nuestra interioridad transformada en
asombro y armonía. Los momentos que le dedicamos no restan, sino suman. Aún en
el plano de los afectos, de la reflexión
o la creatividad.
Desde que alterno escritura y
jardinería he comprobado que mis palabras no son las mismas. Y es lógico que
así sea, porque la mente se acostumbra a otros ritmos. La naturaleza marca un
tiempo distinto: el del sol a pleno que convoca al ensueño y la molicie, el del estremecedor sacudón que provoca la furia de las tormentas,
el de la opacidad visual
con que nos anega el aguacero. El
lento compás con que se suceden destrucción
y renacimiento, el trasiego de la incidencia de los rayos solares, la mudanza
de las estaciones con sus peculiares
variantes y sus provocadores cambios de tonos y de formas.
Un día encontré en la página de un diario un texto que me
gustó mucho[*]. Y como
suelo hacer con los textos que me agradan, lo recorté y guardé. En él, Mauricio
Kartun, con la sencillez y simpatía que
amerita la temática, expresa: “Para ser feliz un rato, emborracharse. Para ser
feliz una semana, hacer un viaje. Para ser feliz un año, casarse. Para serlo
toda la vida, cuidar un jardín. Así dicen los chinos, tan proverbiales siempre
los tipos.
Grandes los chinos. Una verdad
grande como un ombú: de nada disfruto tanto como de la jardinería. Y nada
le va mejor, estoy convencido, al trabajo del escritor. Le siguen, cerquita,
los gatos, pero quedan segundos ahí: jardín y escritura son el par maestro. Y
analógico: crear una pequeña utopía y habitarla. Recorrerla día a día metiendo
mano aquí y allá. Sembrar. Componer. Podar. Sacar hojarasca. No hay nada de lo
que hago con las manos en tierra que no encuentre su semejante con las manos en
tinta. Y encima se alternan en secuencia deliciosa. Dejar el papel para ir a la
tierra y volver al papel”. Sin lugar a dudas, las palabras del dramaturgo aúnan la ternura y
el gozo.
Flores y frutos... |
La primavera asoma y ha quedado
atrás el invierno. Luego vendrán los días en que el fogoso verano nos abrase y
seguidamente, las hojas se transformarán en láminas de oro pálido y cubrirán
como una alfombra amarillenta, primero y después ocre, el suelo sobre el cual
se tiendan nuestras pisadas. Y mientras tanto, la poesía estará allí en lo
hondo del subsuelo o enredada entre los rayos de luz que agiten nuestros sentidos.
Poiesis es el nombre de la Creación. Y crear no
es un modo cualquiera de “plantarse” – valga la homofonía- ante la vida. Crear es recrear lo que la energía del
cosmos nos entrega en forma gratuita
pero con la implícita condición de cultivarlo respetando sus leyes y/o
caprichos.
Como acertadamente nos sugiere Kartun:
un trabajo a la par –a la par de lo que nace y muere-, un modo de expresar al unísono –sonoridad y silencio-, un
ensamble de grafismos y significaciones
que, como fluyente savia, dé entidad a
lo que vibra en el territorio de las pasiones y en la raíz de nuestra sensibilidad.
Siempre he pensado que escritura
y vida van de la mano. El
lugar de la escritura no puede ser, al menos para mí, un reducto, un sitio
alejado del plural latido de todo lo que existe: mis semejantes, de una u otra condición, de una u otra edad, de una u otra
raza, de uno u otro sector social. Del mismo modo tampoco puede estar ajena al
medio ambiente que rodea y contiene a esas diversas versiones de la humanidad. Desde mi jardín
salgo al mundo y hacia mi jardín regreso
después de “viajar” por las
páginas de los libros que leo y,
también, cuando me reencuentro en las
que escribo.
Al fin de cuentas, en la vida y
en el texto, ¡todo es ramas y hojas!!!