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Le scribe accroupi-Louvre. |
El escriba sentado (scribe accroupi) se encuentra en el museo del
Louvre. Es una talla realizada entre los
años 2480 y 2350 a.C.,
durante la Vº
dinastía del Antiguo Imperio, en Egipto.
Fue descubierta alrededor de 1850 en la necrópolis de Saqqarah, en la ribera
occidental del río Nilo, frente a Menfis,
la capital del Antiguo Imperio y del Bajo Egipto, y luego trasladada al museo
francés.
La imagen tallada en piedra caliza conserva, a pesar de los años
transcurridos, rastros evidentes de su policromía. Los ojos, realizados en cuarzo
y ébano, y bien abiertos, reflejan una mirada de presumible gravedad. Toda la figura, sedente,
con el papiro entre sus piernas cruzadas y
el -ahora invisible- cálamo en su
mano derecha, trasunta cierta
circunspección.
En aquel momento remoto, los escribas fueron
personajes de gran importancia para el funcionamiento del Estado y hasta constituyeron una casta. Desde pequeños hasta
ya avanzada la juventud eran educados en una dependencia del
templo. Adquirían distintos saberes entre los que se contaba principalmente el
dominio de la escritura jeroglífica o la hierática (ideográfica abreviada), la gramática y lectura de textos clásicos.
Pero también aprendían otros idiomas, conocimientos de derecho, geográficos
y de administración contable. En la
actualidad su labor abarcaría quehaceres similares a los de un escribano o un
perito contable. Pero también cabría
asociarlos con el perfil de un escritor.
Puede decirse que los escribas eran, en
cierto modo, los intelectuales de
aquella época.
Maravilla pensar que, en un
pasado tan lejano, la humanidad ya tuviera conciencia del poder que posee la
letra escrita, y que, a quienes detentaran
el privilegio de fijar gráficamente la memoria social se les prodigara una
cuidada formación.
Escribir no es un acto simple. La
complejidad del mismo es una consecuencia que deriva, en gran medida, del
código lingüístico y también de otros códigos que forman parte de la
comunicación. Todos estos sistemas de signos nacieron en el seno de la sociedad, que
también es compleja.
Quien escribe diseña con
grafismos un objeto, el texto, que a su vez está constituido por una
multiplicidad de otros objetos que han entrado en una red significativa. Red que atrapa al sujeto emisor y también a los otros sujetos que, en
su afán interpretativo, entren a formar parte del texto en cuestión. La forma
que asume el decir es parte de su contenido. No es lo mismo una palabra que
otra y tampoco es lo mismo un sonido que otro, un modo de articulación o de modulación
que otro. Asimismo, el tiempo y el espacio delimitan la fluencia verbal desde
el interior o desde el exterior. Lo que alguien expresa en un determinado
momento de su vida puede estar sujeto a modificaciones a lo largo del decurso y
lo que responde al marco de una época
puede no ser aplicable o entendible en otra etapa. El discurso está también
marcado por otros factores: edad de emisores y receptores, grado de formación
personal y objetivos a los que apunta, cultura en la que están insertos, determinación
ideológica, estado de ánimo circunstancial, y muchos otros, a menudo poco
evidentes, pero que ejercen
condicionamientos. Hasta para transgredir las normas es imprescindible ahondar en ellas y observarlas
detenidamente como quien observa, a la hora de tallar, el trozo de piedra con que cuenta, para sopesar las posibilidades de aplicar el
cincel en una dirección o en otra.
La escritura es una búsqueda
insaciable. Para acceder a ella hace falta ser un buen lector. Y esto implica
conocer lo que otros han escrito, lo que el código con su perpetua movilidad ha
engendrado y puede llegar a engendrar, tener capacidad de desciframiento no
solo de textos sino de las acciones y los modos con que se construye el principio de realidad. Y también ser un ávido
lector del propio pensamiento.